Pintura con aroma a tierra

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Existen historias de amor que nada tienen que ver con el romance y la pasión. Esta es una de esas historias.Y pese a faltar el romanticismo de los clásicos relatos rosas, este no está exento de un triángulo amoroso, en el cual uno de los protagonistas será sin duda el más deseado, aunque quizás no el más afortunado.

Capítulo 1.

Todo comienza con un jovencísimo Gabriel, un pequeño torbellino de diez años, de sonrisa inocente y mirada clara como un amanecer. Y Gabriel estaba enamorado hasta el tuétano de la cosa más hermosa que ha creado la humanidad, o al menos una de ellas: La pintura.

Pero en todo relato siempre existe una fuerza limitante, un ente que confiere a todo valor y dolor. Y en este caso ese elemento del que emanaría todo el sufrimiento de Gabriel no sería otro que su cuna.

Pocas cosas elegimos en esta vida, pero entre ellas no está dónde nacemos, cuándo nos iremos y ni mucho menos de qué o quién nos enamoramos.

Desde su más tierna infancia Gabriel se quedó prendado de los grandes impresionistas, de los renacentistas más delicados e incluso del arte gótico y románico, los cuales ya reproducía con apenas cinco añitos.

Gabriel comprendió demasiado pronto, que su pasión se alejaba cruelmente y probó el sabor del amor no correspondido. Los hay que no solo no nacen en buena cuna, sino que caen en un nido de cuervos. Y ese talento innato se fue oscureciendo, casi como los cuadros de Goya, solo que mucho más temprano, frustrando un sueño cada vez más irreal y apagando su espíritu y su mirada.

Es en este punto de la historia cuando entra en juego el personaje catalizador. Ese era el bueno del abuelo Martín, que bebía los vientos por su único y talentoso nieto. Ese hombre de porte solemne y recio, lucía los años de honrado y duro trabajo en el campo en su rostro surcado de arrugas. Cada vez que veía al pequeño Gabriel dar rienda suelta a su don, aunque fuera con un poco de barro en una pared blanca de cal, se dibujaba en su anciano rostro una sonrisa.

Es a esta altura del cuento, cuando la adversidad se cierne sobre el bondadoso, inocente y soñador Gabriel, que ya había alcanzado la edad de trece años. De hecho fue el día de su cumpleaños, esperando este un regalo especial; caballete, pinceles, pinturas y un largo etcétera, cuando su padre, con la mirada humedecida por la pena, le confesó que no podrían ayudarle. Que los sueños alimentan el alma, pero no el estómago. Y que pintar no podría seguir secuestrando su atención y su vida por más tiempo. En cuanto pudiera debería buscar trabajo, al igual que hacían ellos, y así aportar lo que pudiera a la casa. Debía sacrificarse. Debía crecer. Debía, debía, debía… Aquel día Gabriel se dio cuenta de que a su corta edad ya había contraído demasiadas deudas, solo por el hecho de nacer. Aquella noche lloró como pocas veces se llora con el primer desamor.

La vida es esa maestra que hiere a todos sus alumnos y aun así no podemos hacer más que aferrarnos a ella.

Y así son los comienzos de los relatos que acaban marcando vidas, con personajes reales, hermosos y sencillos a la par que poderosos. No se trata de la grandeza de una historia, se trata de la inmensidad de los espíritus que en ella habitan y de la fuerza y la pasión con la que deciden vivirla.

Pintura con aroma a tierra

Capítulo 2.

La vida para Gabriel avanzó como suele hacerlo con quienes se empeñan en enfrentarla y en no ceder a los designios marcados, es decir a golpes entre la esperanza y el infortunio. La huerta fue su hogar desde muy joven. El sol y la lluvia marcaron su piel y su rostro, y el esfuerzo cinceló su cuerpo y su espíritu, pero logró que el hambre, avariciosa y egoísta, nunca le aferrase el estómago, aunque la abundancia tampoco tocase a su puerta.

Y mientras tanto su amado arte quedó relegado a un lugar alejado, más allá de la platea de la vida, al fondo, en el gallinero de su existir. Y allí permaneció ávido por un cada vez menos posible reencuentro, aletargando su espíritu y su ser.

Diecisiete años caían ya sobre la joven y robusta espalda de Gabriel y por aquel entonces ya había asumido que vivir y existir, eran solo eufemismos de sobrevivir. Había crecido lo suficiente para probar los vicios de la vida, el sabor del alcohol, el aroma del tabaco y el tacto del sexo, pero pese a ello seguía estancado, anclado a un pasado que nunca sucedió.

Y el tiempo se diluyó y alcanzó a vislumbrar una existencia insignificante, cual hormiga laboriosa, que no tiene ni desea nada, más que trabajar hasta que llegue su final.

El abuelo Martín contemplaba a diario cómo Gabriel se apagaba y una punzada le aguijoneaba en el centro del alma. Se había hecho cargo de su nieto hacia ya unos años para que hija y yerno marchasen a tierras de bonanza, allende los mares.

Es en este punto del relato, perdida ya toda esperanza por el joven y desaprovechado protagonista, cuando las ganas de vivir y de querer se hicieron fuertes en un corazón anciano y ajado, que aparte de aroma a tierra húmeda y a sudor, desprendía un amor de los que no se pueden medir.

Un día cualquiera, uno de esos que tanto abundan en la huerta, el viejo abuelo Martín se sentó junto a su nieto, el cual había llegado a desaparecer tanto en el discurrir de su vida, que incluso había olvidado que aquel era el día de su décimo octavo cumpleaños. Ambos se sentaron sobre su agotamiento en un robusto banco de madera, a la luz de un atardecer. Frente a ellos se extendía un inmenso campo labrado y ambos suspiraron, mientras sostenían una cerveza fría, como hacían siempre al final de cada día.

―Hoy es un día muy especial, Gabriel ―dijo el anciano con voz solemne.

― ¿Por qué?

―Hoy te vas―. Aquella afirmación desconcertó al joven.

― ¿Cómo?

―Hoy se acaba tu penitencia―. Una sonrisa triste se dibujó en su rostro.

―No le entiendo, abuelo.

―Ya has pagado los pecados heredados y ahora ha llegado el momento de que recuperes tu vida y tu camino.

― ¿Qué dice, abuelo? ―. Gabriel observó a aquel hombre, que durante años había sido como un padre. No entendía nada, pero inmerso en sus dudas no encontró los ojos de este, que no dejaba de contemplar el firmamento en retirada.

―Te digo que ya está bien. Que no puedo permitir que sigas haciendo esto que haces.

― ¿El qué? ―replicó con la obviedad―. ¿Trabajar?

―No, Gabriel―. El abuelo Martín se giró por fin y le miró con unos ojos encharcados y sinceros. ―No vivir.

En aquel preciso instante, el abuelo Martín sacó de su fardo un sobre grueso que le pareció que había ganado peso con el paso del día. En él había algo más que papeles, había sueños y toda una vida, y eso siempre pesa más que la nada.

―Aquí tienes lo que te pertenecía por derecho propio ―le ofreció y Gabriel se atusó las manos en la ropa para limpiarse antes de cogerlo―. Ahí tienes un billete de tren que te llevará a la ciudad, también tienes una carta de admisión en la escuela de Bellas Artes y una cartilla de ahorros a tu nombre con algo de dinero.

― ¿Cómo? Pero… ―la confusión iba in crescendo―. Yo no puedo…

―Tú sí puedes… ―interrumpió el anciano con voz firme y decidida, poniendo énfasis en cada sílaba―. Es más, tú debes. Tienes la obligación de aprovechar esta oportunidad, probablemente la única que vas a tener.

Los ojos del anciano regresaron al atardecer, donde se refugió para decir unas verdades que dolían demasiado.

―Desgraciadamente has perdido muchos años de aprendizaje, así que tendrás que trabajar incluso más duro que en el campo. Pero te aseguro que, si mañana por la mañana no te has marchado y te veo aparecer por aquí, me habrás defraudado como nadie lo hizo nunca―. Una bocanada de aire puro entró en los viejos pulmones del abuelo Martín, que comenzaba a entender que dejar marchar sigue doliendo pese a la experiencia y la edad ―Ve y vive tu sueño, tu auténtica vida, lo que te mereces. Ve y hazme sentir orgulloso, o al menos más orgulloso.

Sin más, el anciano se levantó en busca de una huida más que urgente, aferrando con fuerza el hombro de Gabriel. No fue un abrazo, porque no podía darlo sin derrumbarse, pero tenía el mismo sentimiento.

Y es que amar duele. Amar es demasiado duro a veces. Significa querer tanto que se desea la felicidad de la persona a la que quieres, aunque esto implique separase y no verse, aunque la lejanía sea el precio a pagar, el no tenerse.

Los sueños de uno son la felicidad del otro, aunque pese.

Pintura con aroma a tierra

 

Capítulo 3.

Y como toda historia que se precie, el final se reserva para las últimas páginas, del libro y de la vida. Un final que no llega hasta que los ojos se entornan lentamente. Hasta que no están a punto de cerrarse para nunca más volver a abrirse.

Este salto en el tiempo es más largo.

Gabriel se ha convertido, como por arte de magia, en un anciano que disfruta de la tranquilidad de la vejez, sentado en el porche de una hermosa casa en un idílico lugar. Frente a sus ojos ya cansados se extiende un gran campo labrado, a la espera de que llegue la época de la cosecha. En su mano una cerveza helada y en su rostro una sonrisa, enmarcada por varias decenas de líneas de vida, las cuales a veces acaricia e imagina que no son suyas, sino de alguien mejor que él, más bondadoso y generoso que nadie que haya conocido.

Es ahora, con la imagen de su anciano abuelo en su memoria, cuando una sutil lágrima de felicidad y nostalgia recorre su mejilla.

Unos pasos cortos y ligeros avanzan por el interior de la casa con premura y al poco lo alcanzan en la terraza. Ese rincón especial, que segundos antes era remanso de paz, es ahora un pedazo de cielo gracias a la presencia de ese angelito de piel clara y pelo negro como el azabache, que luce al vuelo un vestidito blanco, plagado de manchurrones de pintura multicolor, cual arcoíris de alegría. La niña de seis añitos se abalanza sobre el anciano Gabriel y le obliga a gruñir en contra de la edad para poder cogerla y auparla entre risas.

― ¿Has estado pintando, Martina? ―le pregunta él, henchido de felicidad.

―Sí ―responde ella, agitando su cabecita.

―Muy bien. Ahora iré a ver tu nuevo cuadro. ¿Es mejor que los míos?

―Sí.

―Así me gusta ―dice este, mientras se enjuaga los ojos con torpe disimulo.

― ¿Estabas llorando, yayo?

―Sí, cariño ―contesta él, sin tapujos.

― ¿Estás triste?

― Para nada ―le dice Gabriel con una sonrisa forzada pero auténtica.

― ¿Y por qué lloras?

―Porque me acordaba de una persona, una muy especial.

― ¿De mí?

―Ay… ―no puede contener una risa―. Casi tan especial como tú. Me acordaba de mi abuelo.

― ¿Le querías mucho?

―Muchísimo.

― ¿Era bueno? ―la cuestión es sencilla y a la vez de una inocencia escandalosa.

―Era la persona más buena que jamás conocí―. Gabriel hace una pausa para tragar ese nudo de su garganta―. Gracias a él hoy estoy aquí.

― ¿Sí? ―pregunta la pequeña Martina, siempre curiosa―. ¿Por qué?

―Porque me echó de casa y me obligó a ser quien debía ser―. La pequeña no entiende esa compleja forma de expresarse de su abuelo y él lo sabe―. Me ayudó, cariño. Me dio el empujón y el apoyo que necesitaba y gracias a él pude hacer lo que más quería.

― ¿Pintar?

―Eso es―. Gabriel reconoce la inteligencia innata de la pequeña artista―. Si no hubiera sido por él, hoy no estaría aquí. No me habría mudado a la ciudad ni hubiera estudiado. No hubiera conocido a la abuela. No me hubiera convertido en artista y no hubiera tenido a tu mamá―. Entonces hace otra pausa y la mira fijamente―. ¿Y sabes qué significa eso?

― ¿Qué?

―Que entonces no te hubiera tenido a ti, y eso sí que hubiera sido una tragedia.

―Entonces yo también quiero a tu yayo.

―Muy bien, mi niña. Quiérele como me quieres a mí―. La emoción aprieta el viejo corazón de Gabriel, que late con más fuerza que ritmo, así que hace ademán de levantarse para cambiar de tercio y sobrevivir a ese potente sentir―. Y ahora llévame a ver esa nueva obra de arte que has pintado. A ver si aprendo algo.

Los pasos se alejan de ese porche, mientras se acerca la noche estival sobre el huerto, que desprende olor a vida, a recuerdo y a gratitud. Las ganas de vivir a veces son solo ese abrazo, ese cariño o ese empujón que unos dan y que otros reciben para poder apreciar lo que se tiene y lo que se puede llegar a tener. La vida devolvió a Gabriel los sueños que casi había perdido y olvidado, gracias al amor de un abuelo que sin duda le quiso tanto como para alejarlo de él para luego poder verle triunfar.

Gabriel jamás olvidará cuando el abuelo Martín fue el invitado estelar de su primera gran exposición. Nadie jamás vibró tanto y tan profundo de felicidad y de orgullo ante el éxito y el trabajo de un ser querido, como aquel día, cuando el abuelo Martín contempló la obra de su querido nieto. Aquella obra cuyo cuadro principal lucía inmenso y hermoso en el centro de la galería. Aquel magnífico homenaje impresionista titulado, Mi abuelo.

 

FIN

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