En estos tiempos que corren, buscamos nuevas distracciones y cosas que nos hagan pasar un buen rato. Es por ello por lo que nosotros os queremos ayudar.
Volvemos con una nueva entrega de nuestros queridos relatos, de la mano de Agatha London, con una obra llamada Melón con Jabalí. Una historia que os emocionará.
Capítulo 1.
El carácter de Gustavo empezó a cambiar con el fallecimiento de su mujer, que era la alegría y la templanza de la casa. Su ausencia le dejó no sólo con un gran vacío, sino con algo mucho más oscuro que suele llegar a ciertas edades, como la de Gustavo, con setenta y siete años en el cuerpo: el miedo. “Yo seré el próximo. Pronto me tocará a mí también”, se decía estremeciéndose. Y se preguntaba si alguna vez volvería a ser feliz antes de que le llegara su hora.
El miedo y la soledad se fueron camuflando y parcheando con capas y capas de ira, resentimiento, aburrimiento… y finalmente un hastío y frustración constantes.
Lo único que le daba energías para superar los días eran las obligaciones cotidianas, la responsabilidad de sacar adelante sus campos de melones y continuar con el pequeño negocio. Algo de lo que su mujer había estado siempre muy orgullosa. Cuidar los campos era mantener vivo su recuerdo y triunfar en algo que compensaba un sentimiento de fracaso. No había podido hacer nada por su enfermedad, pero al menos podía mantener sanos los campos que tanto había amado.
Como es habitual los problemas suelen llegar juntos, especialmente cuando uno empieza a acomodarse. Una manada de jabalís se había empeñado en visitar sus campos por las noches. Le habían roto varias mangueras de riego y pisoteado las plantas y frutos allá por donde habían pasado. El grito de rabia de Gustavo sobresaltó a los jornaleros que se encontraban cerca, haciendo que dieran un respingo en mitad de sus quehaceres.
Primero pensó en un remedio a la antigua usanza: cepos. Pero era peligroso para sus jornaleros y estaban prohibidos. El veneno no le parecía lo bastante drástico y seguro. Sus campos estaban sufriendo una invasión, como la había sufrido el cuerpo de su mujer. Necesitaba, al menos esta vez, ser el héroe que acabará con el problema, y quería que fuera de un modo más visceral, violento, descargar por fin toda su rabia contra algo.
Empezó a plantarse cada anochecer en el porche de detrás de la casa, desde donde tenía buena vista de los campos, armado con su vieja escopeta, escudriñando atento a cada ruidito o movimiento que percibía. Pero los viejos ojos vigilantes terminaban cerrándose siempre por el cansancio y el sueño.
Entonces llegó el segundo problema. Su hija y su marido tenían que resolver unas gestiones que les llevarían varias semanas en la capital, ¿no podrían los niños quedarse con él? Seguro que disfrutarán del campo…
“¡Pufff! ¡Lo que me faltaba!”
–
Capítulo 2.
Uno podría pensar que a alguien que se siente solo le debe venir bien algo de compañía, pero no siempre es así; hay personas que se han adentrado tanto en su soledad que les resulta un trauma verse obligados de pronto a una relación social estrecha, y más aún cuando invaden la privacidad de su casa.
Por supuesto, a Gustavo ni siquiera se le ocurrió pensar que aquellos niños tampoco iban a estar allí de buen grado. Los primeros días se hablaron lo imprescindible, con monosílabos o gruñidos si era posible, y con algún momento que otro de chispazos entre ellos.
–¿Cómo que no hay wifi? –preguntó Raúl con las cejas casi tocando su tupé repeinado, incrédulo de que alguien en el mundo pudiera vivir sin wifi.
–Pues no hay –respondió el abuelo en un aliento
–¿Y ahora qué voy a hacer? –. Raúl estaba muy preocupado, ¿cómo iba a mantener la audiencia de sus fans sin acceder a su canal de Youtube a todas horas?
–Tú sabrás…
Laura agarró rápidamente un estuche del montón de bolsas que habían traído:
–¡Pues me pido la Nintendo!
Raúl le dio una patada de rabia a su propia bolsa de viaje. Gustavo se alejó murmurando algo sobre niñatos mimados que no saben nada de la vida.
El mal humor se palpaba a todas horas y era incómodo para los tres. Raúl y Laura, que sólo se tenían el uno al otro, intercambiaban impresiones en algunos momentos:
–¿Por qué el abuelo es tan frío y distante con nosotros? –preguntó Laura, que quizá era más sensible a la falta de afecto. Ella no estaba allí de buen grado, pero esperaba al menos tener oportunidad de conocer más a un abuelo del que le habían hablado mucho, pero al que sólo había tratado una vez, cuando era más pequeña.
–No lo se, pero antes no era así. Por lo menos no recuerdo que fuera así. Cuando vivía la abuela y les visitamos hace años era mucho más simpático. Recuerdo que me dio una vuelta en su tractor y me dejó llevar el volante. Ahora está súper raro.
–Quizá nosotros no hemos sido muy simpáticos tampoco.
–Yo, desde luego, hubiera preferido quedarme en casa. Ya soy mayorcito. ¡Esto es una mierda! –concluyó Raúl malhumorado.
Pasaban el día entreteniéndose como podían, recorriendo el terreno hasta la linde del bosque, donde había un camino de tierra que se perdía entre los árboles. Se turnaban la Nintendo a la hora de la siesta, tiraban de los datos del móvil para ver vídeos, tallaban formas en trozos de madera con una vieja navaja del abuelo, y cuando su madre llamaba decían que todo iba bien con muy poca convicción.
–
Capítulo 3.
A los niños les llamaba la atención que el abuelo saliera a la terraza después de cenar y se quedara allí con la escopeta entre los brazos durante horas, sin mediar palabra. Sólo cuando el fresco de la noche le calaba los huesos se metía en casa.
–Voy a decirle algo –decidió Laura caminando hacia la figura sentada en la vieja mecedora de mimbre. Raúl se quedó en la puerta, valorando si valía la pena seguirla.
–¿Qué haces abuelo?
Gustavo se giró sobresaltado, esperaba que los niños estuvieran en el sofá viendo la tele, como venían haciendo los días anteriores.
–Vigilando
–¿Y qué vigilas?
El abuelo pensó primero que no tenía ningunas ganas de dar explicaciones, y menos a una niña. ¿Cómo iba a entender ella lo que le pasaba? Sin embargo, al mismo tiempo, sintió por necesitaba una tregua con los niños, consigo mismo…
–Hay unos jabalís que vienen de noche y me están destrozando los campos.
–¿Y los vas a matar con eso?
–¿Sabes? A tu abuela le gustaban mucho estos campos –respondió como explicación y excusa.
Laura cogió una silla y se sentó a su lado:
–Háblame de la abuela–. Raúl acabó acercándose también.
–Era una mujer muy dulce, y le encantaban los niños. En general le gustaba todo aquello que estaba lleno de vida y ver cómo crecía y se desarrollaba. Por eso estos campos eran su felicidad. Salía a pasear cada día, a mirar si había salido una nueva flor, si se estaba gestando un nuevo fruto, si ya estaba maduro para cogerlo… y luego se dedicaba a las plantas de la casa, los rosales sobretodo–. Raúl, asentía mientras hablaba su abuelo, él también recordaba así a la abuela, siempre con las plantas, siempre cuidando de las cosas.
–¿Y la echas mucho de menos? –preguntó Laura con naturalidad. A Gustavo se le empañaron los ojos.
–Pues claro, pequeña, claro que la echo de menos. Si pudiera veros ahora seguro que se pondría muy contenta.
–Pero seguro que nos ve desde el cielo. Seguro que es una estrella de estas… Esa de ahí, a lo mejor… –dijo la niña señalando un punto del cielo estrellado. Gustavo carraspeó reprimiendo un sollozo. Si no cambiaba de tema se desmoronaría.
–Laura, esa es la Estrella Polar. Señala el norte. Es la punta de la Osa Menor. ¿Ves ahí esas estrellas que brillan más?
–No entiendo por qué se llama así. Yo no veo que la forma parezca una osa –intervino Raúl escudriñando el cielo.
–Pues… Me cuesta admitir esto, pero tienes toda la razón –dijo el abuelo con una sonrisa pícara.
Los tres rieron juntos hasta que un ruido entre las matas de melones hizo que callaran de pronto. Miraron atentos y en silencio a ver si veían aparecer algún jabalí. Pronto asomó un animal, pero se trataba sólo de Misu, uno de los gatos de la casa, que ya iba por su séptima vida.
–
Capítulo 4.
La relación entre el abuelo y sus nietos se suavizó bastante desde aquella noche. Durante el día Gustavo estaba más rato con ellos. Los llevaba al pueblo a merendar, les compraba cómics y chucherías. Y después de cenar se acostumbraron a esa sobremesa con el abuelo acompañándole en sus guardias nocturnas, mientras charlaban sobre la vida. El abuelo les explicaba anécdotas de su infancia, cómo eran las cosas entonces y cómo conoció a la abuela. Y ellos le hablaban de su escuela, de sus amigos, de lo que les gustaba hacer…
Una noche, mientras hablaban de fútbol con gran entusiasmo, Gustavo interrumpió de pronto tapando la boca de Raúl:
–¡Chitón! Ahí están, por fin –susurró señalando un punto del campo.
La luna llena era tan intensa que su luz bañaba los lomos de los animales; y se les veía perfectamente hociqueando el suelo y moviendo los rabos, ajenos al peligro.
Los tres miraron atónitos conteniendo el aliento. Cuando el abuelo escuchó como mordisqueaban una de las mangueras reaccionó. Con mucho cuidado se agachó apoyando la culata de la escopeta en el hombro y el cañón sobre la barandilla para tener más precisión.
–No los mates… –susurró Laura. Pero Gustavo la ignoró, no se iba a detener ahora.
Tras unos segundos apuntando con la mirilla disparó a un bulto, provocando la estampida de los animales. Uno de ellos dio unos traspiés y cayó al suelo herido. Raúl y Laura estaban con los ojos como platos.
–¡Le has dado, abuelo! –exclamó Raúl incrédulo. En aquellos momentos su abuelo le parecía un personaje de película de acción.
Laura, en cambio, se quedó congelada. Raúl le cogió de la mano arrastrándola a través de los campos, siguiendo a su abuelo con una linterna para ver al animal caído.
Cuando llegaron junto a él, seguía vivo, respirando con dificultad, sus ojillos parecían tristes y pedían clemencia. El abuelo lo remató con otro disparo.
–¿Y ahora qué harás con él? -preguntó el joven.
–Llamaré al veterinario de guardia y se lo llevará. Si está sano se lo daré a mi amigo Pepe, que hace un estofado buenísimo, y también hace jamones con ellos…
Un llanto desconsolado interrumpió la charla. Laura estaba agachada, acariciando al animal.
–Pero Laura, pequeña, ¿qué te pasa?
–Es que… Me da mucha pena, pobrecito. Sólo quería comer, sobrevivir. Estaba tan tranquilo paseando con sus compañeros, y ahora está muerto. Además, estaba sufriendo.
–Pero, yo también estaba sufriendo… Si me destrozan los campos no puedo vender la fruta…
Laura lo miró sopesando la situación y concluyó:
–Ya, pero… ¿Por qué la solución a todo casi siempre es matar, romper y destrozar? ¿Es que de verdad no hay otras opciones?
Unas semanas antes Gustavo nunca se habría planteado tener en cuenta los sentimientos de su nieta. Pero ahora todo había cambiado. Conversar con los niños había acabado derritiendo la escarcha de ira y tristeza que albergaba en su interior. Se sentía ilusionado de nuevo pensando en sus descendientes y en todo lo que podía enseñarles, pero también en todo lo que ellos le estaban enseñando a él.
Un par de días más tarde, los tres se reunieron de nuevo al atardecer en el porche de la casa, sentados, charlando y riendo, como venían haciendo ya por costumbre. Pero esta vez el abuelo no sostenía ninguna escopeta. Sus manos con los dedos cruzados reposaban sobre su barriga y se mecía feliz en su mecedora burlándose de su nieto por la música que escuchaba. Laura se desternillaba de risa mientras destripaban la letra de una canción.
Un disparo sonó de pronto en los campos, pero ellos ni se inmutaron. Se trataba de un sensor de movimiento que emitía ese sonido para ahuyentar a los animales del campo. Misu llegó trotando, asustado por el ruido, y se escondió bajo la mecedora, donde decidió quedarse un rato escuchando las voces felices de los humanos.
Un comentario
Preciosa historia con moraleja