Con la entrada del otoño volvemos con un nuevo relato, «Los días pasados» trata de una historia de valentía y coraje que tiene lugar entre el siglo XIX y XX. Una historia que relata la vida de una niña hecha mujer que desciende de una familia acomodada, y por infortunios de la época va perdiendo puestos en la escala social. Mostrando los problemas de subsistencia a los que se enfrenta una mujer en ese tiempo y haciendo grandes sacrificios para superar cuantas dificultades se le presentan.
Esperamos que os guste!!!
Capítulo 1. Un cabrito para San José v
«El tiempo es como un río que arrastra rápidamente todo lo que nace.» Marco Aurelio, emperador romano del 161 al 180 d.C
19 de marzo de 1935, el tibio invierno en el campo de Cartagena da sus últimos coletazos, ese avance inevitable de los días que pospone el ocaso, va anunciando la venida de una nueva estación. Allí donde se confunden los términos de San Javier, Torre Pacheco y Murcia, el paisaje es marcadamente rural, un espacio salpicado de tierras de labor y pequeños núcleos de población que han ido extendiéndose al calor de las parroquias y sus anejas. En él conviven pequeñas propiedades con vastos latifundios, los cuales dan cabida en sus dominios a humildes casas de labradores que desarrollan su actividad agraria a cambio del pago de una renta; a veces en dinero, otras muchas en especie. El trigo y el olivo predominan en este paraje como sustento elemental de los lugareños, también, aunque en menor medida las viñas, higueras y garroferos. La vida resulta especialmente dura por la escasez del bien más preciado para la existencia; el agua, dependiendo en su mayoría de las lluvias ocasionales, tanto para el riego de los campos como para el uso en el hogar y la cría de animales. El producto que da la tierra es el motor de una economía orientada al autoconsumo, y los pocos excedentes son utilizados para el trueque, venta o pago en especie para el desahogo de la familia. Empinar la olla es la preocupación más presente en el día a día de sus gentes.
En pocos días, serán cuatro las fechas desde que el Rey Alfonso XIII tuvo que abandonar el país embarcando desde el puerto de Cartagena hacia el exilio con destino a Francia. Son tiempos convulsos y de incertidumbre en una España recientemente despojada de sus últimos reductos imperiales. Una decadencia que la aleja irremediable de la vanguardia europea. En casa de Rosa, como en muchos otros hogares de la zona, son ajenos al devenir del país, en su quehacer diario no se encuentran inquietudes de este tipo, siempre más centrados en la supervivencia y en el bienestar de sus familias. No caben distracciones que no les atañen.El pequeño José María de cinco años muestra una vitalidad arrolladora; brinca, corretea y provoca a sus hermanos mayores, Antonio y Joaquín a perseguirlo. Los tres han salido adelantados por el camino que cruza el pueblo hacia la casa de la abuela Rosa. Es cerca de mediodía. Tras ellos, su padre Antonio les sigue con paso firme, mantiene la distancia, ellos saben que su padre les observa, y por el respeto que le tienen no quieren molestarlo. Antonio les mira, pero su cabeza está en otro sitio, tuerce el gesto, le apena recordar a los que ya no están en un día como aquel, no quiere entristecerse, o por lo menos demostrarlo. Como hombre que es, debe mantener la entereza y seguir siendo recio en el sentir, un espejo donde sus hijos puedan mirarse.La travesía llega a su fin tras recorrer algo más de un kilómetro por caminos y sendas que se alejan del pueblo, se detienen ante una humilde casa de un solo cuerpo. Dos ventanales sin reja miran al mediodía, al frente un robusto pino sostiene la única sombra que alivia las crudas tardes de verano. Ya en la puerta, los tres hijos se detienen hasta que su padre llega, Antonio empuja la puerta entreabierta y se cuela a través de un pasillo que da a la estancia principal de la vivienda. Una pequeña mesa de madera con seis sillas de pleita presiden aquella sala, un candil aún apagado cuelga de una de las paredes, y un retrato que dibuja una pareja de otro tiempo, son los únicos ornamentos que rompen con la monotonía de aquellos sobrios muros bañados de cal. En torno a la cocina de leña dos mujeres hablan en tono afable, una de ellas es Carmen, la mujer de Antonio, la otra es una anciana de setenta y tantos, viste de riguroso luto, falda por los tobillos y blusa abrochada hasta el cuello. De mirada penetrante, ojos verdes y gesto altivo. Su tez ajada de los años, muestra los estragos de una vida que aprieta pero no ahoga, cada huella imborrable que el tiempo ha grabado en su rostro revela el peso de su existencia.
Al entrar, Antonio anuncia su llegada. -¡A la paz de Dios!- Los niños continúan con el saludo, -¡hola abuela!- , seguidamente los tres se acercan a la anciana que les corresponde con gestos de aprobación tocándoles la cabeza. Instintivamente, Antonio busca la mirada de aquella vieja que no tarda en encontrar, ambos se interpretan con breve sigilo. Tras unos segundos de silencio, -¿Cómo va la mañana madre?- Preguntó el. –Bien, hijo. Preparando la comida hemos estado-. Ella replicó escueta sin entrar en más detalles. Rosa sí tenía algún achaque de última hora no es de las que le gustara preocupar a los suyos.Aquel día era una cita marcada en rojo en el calendario, es la onomástica de San José; cabeza y defensor de la Sagrada Familia, aquel que abnegado acató la misión de proteger al hijo de Dios. En jornadas así, tocaba comer carne, solo reservada para fechas especiales. Al caer la tarde del día anterior, Carmen y su suegra habían matado un cabrito de los que con mucho esfuerzo esta criaba en casa. Colgado en el patio, el helor de la noche lo prepararía para partirlo a otro día.Sentados a la mesa, los niños comen con afán porque en raras ocasiones varía el menú diario de migas con algún huevo duro. Rosa interrumpe los silencios del que tiene todo dicho con breves comentarios, -Aprovecha Pepito que hoy es tu Santo y no sabemos cuándo nos veremos en otra de estas. El pequeño José María le contesta con una sonrisa cómplice que a la anciana le llena de satisfacción. La dicha que le embarga por tener a esos tres jovencitos en su mesa apacigua el malestar de los recuerdos que le abruman. –Tomen la enseñanza que les da esta vieja señoritos-, apostilló -el tiempo es vida, y la vida es tiempo. “Todo es cuestión de tiempo. Del tiempo que das, del tiempo que te dan, del que dispones, del que malgastas, del que disfrutas…Todo es cuestión de tiempo. Es lo más valioso que tienes y es lo más valioso que alguien te puede dar” .
Capítulo 2. Plegaria a San Miguel
Es medianoche. En la lejanía se percibe un tañer de campanas, doce toques; doce rugidos de bronce anuncian un nuevo día, avisan que el presente ya es pasado. La noche está completamente cerrada, es luna nueva, y si no fuera por los faroles de aceite que vagamente alumbran aquellas quebradas calles en la ribera norte del Segura, creeríamos estar en el mismísimo hades. El silencio lo domina todo, a veces roto por el paso de algún sereno que vela para que los faroles sigan encendidos. Son los primeros instantes de un 30 de octubre; de un miércoles 30 de octubre de 1861. Situado en uno de los arrabales del norte de la ciudad de Murcia, ocupando parte de la muralla antigua que cercaba la ciudad, un conjunto de casas de una misma heredad con su parcela de huerta, muy próximas a la Casa de la Misericordia y a la fabrica de la seda. Desde allí y en el sigilo de la noche, se puede escuchar el transito del agua por la acequia mayor aljufía.
En una de aquellas casas, a pesar del horario intempestivo, no hay descanso por el momento, se respira intranquilidad. Algo está por venir, se oyen gritos de dolor, una voz femenina se queja amargamente, no hay demasiada tregua, los bramidos no cesan, el perturbador eco de esa mujer redobla su intensidad. En la puerta del dormitorio, un hombre bien parecido de unos treinta y muchos, divaga de un lado para otro, se toca insistentemente su poblado bigote, se remanga la camisa y se suelta los botones del chaleco. No sabe como contener ese hervidero de sensaciones. En el interior, 3 mujeres asisten inquietas a la doliente que no encuentra sosiego.
-¡Por Dios, esta mujer lleva con dolores desde las diez de esta mañana! doña Luisa tengo que sacar a la criatura cuanto antes, o se nos va su hija y su nieto. Apuntó en tono serio la partera.
-¡Vamos Rosa hija mía, respira hondo y empuja! Replicó doña Luisa agarrándola de la mano con incondicional calor materno.
El esfuerzo y el tormento que durante horas estaba sufriendo aquella mujer le hizo perder el conocimiento. La angustia cundía.
-¡Rápido Joaquina dile a Antonio que saque agua fría del pozo! Demandó Doña Luisa a la quinta de sus ocho hijos.
La comadrona experimentada en estas artes aplicó un ungüento sobre el bajo vientre de la exhausta parturienta para aliviar los dolores. -¡Paños de agua fría señorita! Requirió seguidamente.
-¡Hija tenemos que encomendarnos a San Miguel. Vamos a rezar! Propuso doña Luisa
A los pocos minutos, Rosa recobra la conciencia. Aun aturdida, pide agua, está sedienta. La partera presionando en su abdomen intenta colocar al niño que rehúye venir a este mundo.
-Señora Rosa relájese que ya está aquí. Vamos, un esfuerzo más.
Tras una jornada extenuante de ayuda terrenal y auxilio divino, la criatura inicia su vida fuera del vientre materno. Es la una de la madrugada.
-¡Es una niña! ¡Y está sana! Anuncia la partera.
Entregándosela a su madre, la cría rompe en su primer llanto que les regala la calma. El hombre que esperaba afuera; Antonio, al oír el sollozo entra en la habitación sobresaltado. Doña Luisa le adelanta que es una niña. Su gesto no revela nada más que preocupación.
-¿Están bien las dos? Pregunta el.
Bien hubiera preferido un varón pero ante tales circunstancias, el tener a su esposa y a su hija con vida era lo único que podía pedir.
Es la mañana del 31, solo un día después. La joven Joaquina lleva en sus brazos a la recién nacida envuelta en una sabana de lino. Acompañada por Antonio se dirigen a bautizar a la niña a la parroquia del Arcángel San Miguel, a escasos metros de la casa. Conscientes de que cualquier mal menor podría cobrarse la frágil vida de un pequeño, nadie se atrevía a posponer el bautismo más de lo estrictamente necesario. Con este rito de iniciación al cristianismo se purificaba al recién nacido del pecado original y en caso de muerte prematura se evitaría que su alma vagara eternamente en el limbo.
El templo bajo la advocación del Arcángel San Miguel es una destacada parroquia levantada en los inicios de 1700 y emplazada sobre antiguos lugares de culto. Atravesando el arco de la puerta principal, la tía y el padre de la niña se adentran a través del pasillo central hasta los primeros bancos, allí contemplan con reverencia la talla de San Miguel, obra de Nicolás Salzillo, padre del prolífico escultor murciano. Erguido y gobernando el altar mayor un ángel guerrero, jefe de los ejércitos celestiales y mensajero de Dios, esgrime una espada en su mano derecha y un escudo en la izquierda, doblegando a sus pies al mismo Satanás en representación del mal.
Recibidos por el presbítero, este les pregunta con solemnidad que cuando nació y que nombre quieren para esta hija de Dios. Antonio respondió: -vino al mundo en la primera hora de ayer. Queremos que lleve por nombre Rosa como su madre, y Micaela en honor a San Miguel por bendecirnos con su protección.
–Esta niña se llamará Rosa Claudia Micaela, Rosa por su madre, será Claudia por San Claudio de León martirizado un 30 de octubre y será Micaela por nuestro patrón. Sentenció el sacerdote advirtiendo con inmediatez a su madrina el parentesco espiritual que le unía a la niña y las obligaciones que ello implicaba…
Capítulo 3. Una visita distinguida.
«Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe,
y en cenizas le convierte
la muerte, ¡desdicha fuerte! […]»
Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño
El milagro de la vida se abre paso entre los avatares de la propia existencia cual guerrero temerario en la batalla a campo abierto. Desde el primer latido, el pórtico de un sinuoso laberinto avanza hacia nosotros, y con ello se emprende un camino que a ratos discurre por subidas escarpadas, otras tantas por llanos empedrados o vertiginosos descensos.
Un devenir sometido a los caprichos de la casualidad y a la inapelable causalidad.
Rosa Claudia Micaela, ha nacido en una familia de cierto acomodo, su padre Antonio se desempeña como mayordomo de un distinguido notable de la ciudad, y aunque no es oriundo de la provincia de Murcia goza de cierta consideración entre las gentes de su entorno. Por línea materna desciende de una familia murciana de larga tradición de pequeños propietarios; su difunto abuelo don Joaquín dejó en herencia allá por 1850 un considerable lote de propiedades diseminadas por el campo de Cartagena, que fueron repartidas entre su viuda y sus ocho hijos, entre ellos la madre de la recién alumbrada.
La pequeña Rosa va creciendo en un ambiente moderadamente privilegiado, sin faltas ni estrecheces en un tiempo muy acostumbrado a ellas. Los rendimientos de las tierras del término de Pacheco junto con los beneficios que su padre obtiene al amparo del Señorito les permiten sobrevivir con cierto desahogo. Antonio, aunque de origen humilde, está entre los tres millones de españoles de un total de quince que sabe leer y escribir; es un hombre correcto, prudente y parco de palabra, condiciones que le han granjeado la confianza y el respeto entre determinados círculos de la sociedad murciana. Rosa madre es una joven que no llega a la treintena, y desde que perdió a su padre inesperadamente cuando ella tenía quince años, su madre doña Luisa, tuvo que duplicar esfuerzos para sacar a sus 8 hijos adelante. Desde entonces la economía familiar se viene resintiendo al tener que hacer frente a gastos extraordinarios. No obstante, el importante número de propiedades que acumuló en vida don Joaquín ha supuesto un buen paraguas con el que resguardarse de la tormenta.
Trascurren los últimos días de octubre de 1862, se acerca el primer año en la vida de la pequeña Rosa, sus intensos ojos verdes cada vez son más curiosos, se muestra despierta y no extraña a cuantos a su paso le ofrecen una carantoña. La salud la está respetando, de seguir así, puede que salga adelante y se haga una buena moza. Ya balbucea en respuesta sonora a los estímulos de su madre, y recorre a gatas hasta el último rincón de la casa.
Mañana del viernes 24 de octubre. Murcia esta engalanada para recibir una visita distinguida. Antonio, en el patio de la casa comienza a preparar los atalajes para enganchar la tartana, la bestia es una yegua castaña de buen porte y elegante en el paso. Este llama su atención, -¡Doncella! Exclamó. El animal en gesto noble y sereno se acerca a su dueño, Antonio le coloca los aparejos sin que haga ningún movimiento esquivo. Una vez dispuesto el carruaje, Rosa y la niña se acomodan en él; Antonio sacude las riendas sobre el lomo del animal, y este arranca dirección al mediodía dejando atrás el barrio de San Miguel. El viaje no será muy largo, pero si se presume especialmente emocionante.
Murcia se exhibe más ajetreada que de costumbre, un trasiego de gente que a pie o en carros parecen todos compartir un mismo destino. Tras recorrer el firme desnudo de sus calles durante escasos diez minutos, la tartana tirada por Doncella llega hasta la orilla del rÍo; cruzan el Puente Viejo dirección al barrio del Carmen, conforme penetran en las arterias del margen sur del Segura, la concentración de gente se hace más densa, la multitud se agolpa frente a una estación improvisada al pie de las recién colocadas vías del ferrocarril. A lo lejos se advierte como se aproxima desde el sur una máquina que arrastra a varias vagonetas, se desplaza por encima de los raíles a un ritmo constante, una gran bocanada de espeso humo brota de la chimenea de la locomotora dejando el rastro de su presencia. A medida que se acerca al apeadero va aminorando la velocidad hasta que finalmente se detiene. La muchedumbre allí reunida está expectante ante aquel acontecimiento inédito, nunca antes habían visto semejante maquinaria avanzar ante sus ojos. A los pocos minutos, del primer vagón bajan dos alabarderos, se colocan custodiando ambos flancos de la puerta por la que han salido, seguidamente aparece una mujer rolliza de belleza singular, vestida con gran distinción y adornada de fastuosas alhajas, la ferviente multitud la recibe con vítores, al grito de ¡viva su majestad la reina Isabel!
Antonio y Rosa participan de aquel recibimiento impresionados ante tamaña escena regia. El bullicio provocado por la aclamación popular estremece a la pequeña Rosa que rompe en un inconsolable llanto, su madre reacciona acurrucándola al calor de su pecho para consolarla. Tras la reina bajan del tren el sequito real, el rey consorte Francisco de Asís de Borbón, los infantes Isabel y Alfonso, el Arzobispo de Santiago de Cuba Antonio Maria Claret, confesor de la reina y una numerosa comitiva de personajes. Recibidos por las autoridades murcianas, el gobernador de la provincia anuncia al público: -¡Su Católica Majestad la Reina Isabel II!
-Murcia os da la bienvenida. Dirigiéndose a la reina.
Y volviéndose de nuevo al público proclama: -Con este viaje queda inaugurada la línea de ferrocarril Murcia-Cartagena.
Montando todos ellos en varios coches de caballos dispuestos para la ocasión marchan hacia el centro de la ciudad entre salves a la reina. Tras el cortejo principal el grueso de los convocados acompaña en procesión a la preclara autoridad real.
Antonio arrea a la yegua para seguir de cerca cuanto pueda acontecer en aquella histórica jornada para la ciudad de Murcia. De vuelta, al cruzar el Puente Viejo, y al mismo paso del coche real, entre la confusión de la algarabía se oyó una declamación inquietante dirigida al Rey consorte: “Vuestra noble faz empaña / El ñublo del deshonor, / Desfaced presto esa niebla, / cortaos los cuernos, Señor: / Que el mundo entero os señala, / La Europa os llama cabrón, / Y “Cabrón” repite el eco/ En todo pueblo español”
Antonio y Rosa avergonzados de aquellos imprudentes versos cargados de grotescas insinuaciones intentaron buscar con la mirada su procedencia, cuando observaron que un hombre con disimulo intentaba abandonar aquel lugar desvaneciéndose entre la muchedumbre.
Capítulo 4. Tiempo de aprender
«La vida es con frecuencia terriblemente desagradable; pero por muy desagradable que la vida sea, no hay vida tan agradable como la vida que pasa un hombre que estima que lo más agradable de la vida es la vida».
Enrique Jardiel Poncela
La visita real continuó su marcha por la ciudad acompañada de repiques generales de campanas. La estancia se prolongó durante algo más de dos jornadas sin más contratiempo. La comitiva presidida por la reina asistió a misa en la Santa Iglesia Catedral, recorrió los lugares más emblemáticos de la ciudad, visitando los establecimientos de beneficencia, los conventos, y las plazas de tradición. Recibió en un encuentro multitudinario a cuantos alcaldes y regidores de la provincia allí se citaron. Y aprovechando la ocasión, inauguró el teatro recién levantado a espaldas del convento de Santo Domingo al que se denominó Teatro de los Infantes, en honor a sus hijos Isabel y Alfonso.
Entre tanto Antonio y Rosa se recrean en los solemnes actos programados, participando de una Murcia especialmente festiva. Antes de caer la tarde de aquel domingo 25 el matrimonio con su hija vuelven a casa. En esta ocasión van caminando, ya que la distancia a recorrer hace innecesario otro medio. Aquel paseo de regreso por las estrechas calles del centro da para mucho. Antonio viste impecable con traje oscuro de finas rayas, camisa blanca y corbata de lazo. De uno de los ojales del chaleco cuelga la cadena dorada del reloj bolsillo. Cubre su cabeza con un sombrero bombín y porta un bastón en su mano derecha. Su destacado mostacho le oculta por completo el labio superior, imprimiendo virilidad al personaje. Rosa, recatada y elegante, lleva la niña en brazos, sigue a su marido manteniendo una distancia prudencial de un paso por detrás de él, nunca en paralelo. Ella luce un brillo especial. Ambos conversan sobre las anécdotas ocurridas en estos días de júbilo. La pequeña Rosa intenta replicar, participando de la conversación de sus padres con sonidos aun confusos.
– Antonio, ¿tendrían algo de verdad los versos ofensivos de aquel hombre? Apuntó Rosa
– No lo sé. Lo cierto es que las malas lenguas son siempre intencionadas. La reina tiene sus maldicientes y puede que quieran mancillar su honor. Argumentó Antonio.
Seguidamente Rosa le replica; -Hay que tener en cuenta que sus majestades son primos hermanos y él tiene fama de apocado
– En cualquier caso, la jodienda no tiene enmienda. Remató Antonio dando por terminadas aquellas incomodas conjeturas.
La casa está próxima, Rosa da un giro inesperado a la conversación. –Antonio, llevo dos faltas y creo que estoy encinta.
– ¡Albricias!, mujer, será un varón. Estoy seguro.
– Le pediré a Dios que así sea. Sostuvo ella.
Ya está bien entrada la noche, hace más de tres horas que volvieron a casa. La tranquilidad imperante de aquel hogar queda en suspenso por unos repentinos golpes aporreando la puerta. Antonio se levanta de la cama alterado.
– ¿Quién va? Pregunta.
Se oye la voz de un joven muchacho; -Soy Manuel. Responde desde el otro lado de la puerta. En el interior Rosa se muestra inquieta por lo ocurrido y quiere saber quién es. Su esposo, mientras abre la puerta, le dice que es Manuel, el hijo de Concepción, la vecina. En la entrada aparece un muchacho de unos 12 años con gesto compungido
– ¿Qué se te ofrece a estas horas? Cuestionó Antonio molesto por el modo de interrumpir su descanso, pero a su vez temeroso de que algo estaba pasando por la angustia que mostraba aquel joven.
– Mi madre me manda para daros conocimiento de que mi hermana Carmen ha fallecido de las fiebres que sufría.
Antonio esbozó un profundo lamento, pero no se sorprendió. En aquel tiempo era habitual que muchos niños no llegaran a adultos. -Recibe mis condolencias hijo, ahora voy a tu casa para acompañar a tus padres en este trance. Concluyó.
Rosa desde dentro había escuchado de que se trataba, ya sabía que aquella niña de algo más de 4 años llevaba algún tiempo con fiebres encamada, lamentablemente no pudiendo evadir el trágico final. Como madre sabía lo que era traer un hijo al mundo, los sufrimientos que ello implicaba, los sacrificios para criarlo, y la gran recompensa de ese amor incondicional. La satisfacción de verlo crecer es quebrantada por una muerte prematura e injusta que arrebata el porvenir, que amputa una parte de tu ser y rubrica el sinsabor de una derrota. Inmediatamente, Rosa se puso a rezar por la pérdida de esa criatura inocente, por su pequeña Rosa que empezaba a vivir, y por el hijo que crecía en sus entrañas. La vida pasa sin percatarnos del instante fugaz que ya no vuelve, que se aleja, que se pierde en el olvido y deja atrás tanto a propios como a extraños.
La pequeña Rosa ya no lo es tanto, ha pasado el tiempo, cuenta con 8 años. No está sola, sus padres le han dado dos hermanitos, Luisa y Antonio. Se ha convertido en una niña atenta y predispuesta. Por suerte sus padres pueden ofrecerle una buena educación y desde no hace mucho la llevan al convento de las Agustinas, no muy lejos de casa, en el barrio de San Andrés, allí la preparan para ser una mujer de orden; obediente, respetuosa y diligente en las tareas del hogar. La enseñanza elemental que reciben las niñas de su tiempo va orientada a cumplir con las funciones naturales que determina la sociedad para una mujer. Comparten con los niños el aprendizaje de la lectura, la escritura y las cuatro reglas de aritmética, más allá son instruidas en las labores de manos, llevar una casa, coser, cocinar, cuidar de los hijos, enseñar las primeras oraciones, atender al marido… Ella disfruta de los momentos compartidos con las otras niñas, aunque la férrea disciplina de aquellas mujeres de hábito la cohíbe en su condición de niña despreocupada. Prefiere los paseos de los domingos con su familia por las transitadas calles del centro o los viajes estivales al campo, o las visitas a abuela doña Luisa y a las tías.
Es curiosa. Le encanta escuchar a los mayores, aprender de ellos, pero sobre todo atender las enseñanzas de su padre. Ambos tienen una conexión especial. -Hija mía se prudente y templada, no seas pretenciosa para no despertar envidias insanas, y recuerda como a mí me enseñaron; “no digas pocas cosas en muchas palabras, sino muchas cosas en pocas palabras”(1). Y así, Antonio se despidió de su hija justo antes de montar en el tren que lo llevaría tras varias horas de camino hasta el apeadero de Balsicas. Desde donde seguiría en carro hasta las propiedades del partido de San Cayetano, termino de Pacheco. La niña se despidió con lágrimas en los ojos, aunque serian pocos los días que Antonio emplearía en despachar unos asuntos de cobro, la niña ya empezaba a echarlo de menos sin aún haberse ido.
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(1). Pitágoras
Capítulo 5. Finales paralelos
«Es un error de Dios no haber dado al hombre dos vidas: una para ensayar y la otra para actuar»
Vittorio Gassman (actor y director italiano)
Antonio desde la escalerilla del vagón da el adiós a su familia con una sonrisa serena en el rostro: es el hasta luego del que no tardara mucho en volver. La máquina arranca en un acompasado pistoneo que va ganando en celeridad. A medida que se aleja el convoy, los niños levantan el brazo en último gesto de despedida al cabeza de familia. Antonio se acomoda en uno de aquellos austeros asientos de madera mínimamente acolchados. El viaje se prolongara durante varias horas. La locomotora se desplaza a un ritmo tedioso, si bien, es más veloz que una diligencia tirada de bestias. El traqueteo del tren hace que Antonio se abstraiga en sus pensamientos más íntimos mientras su mirada se pierde a través de los paisajes que se van sucediendo.
Dejando atrás los últimos pueblos de la huerta, el paisaje se torna montañoso. Entre abruptas cumbres el tren penetra hasta al partido de Sucina. Llegando a las inmediaciones de la estación de Riquelme, sita en la hacienda del mismo nombre, la locomotora comienza a aminorar la marcha. Es la última parada antes de llegar a Balsicas. La maquina se detiene para que puedan apearse los que den por terminado su viaje. Solo tres personas se han bajado del convoy: un matrimonio, y un hombre de mediana edad que viaja solo, lleva un pañuelo anudado al cuello, un sombrero y un maletín.
Antonio a través de la ventana sigue con la mirada los pasos de aquel viajero solitario que venía sentado al otro lado del pasillo. Había intercambiado algunas palabras con él, cuestiones irrelevantes sin entrar en muchos detalles. En algún momento del viaje se levantó para estirar las piernas y dar un paseo, cogió su maletín al que cuidaba con celo y ya no volvió a sentarse allí. Antonio al verlo salir del vagón, lo examinó de nuevo y creyó haberlo visto en algún otro lugar. No recordaba exactamente donde, pero no era la primera vez que lo veía. Sintió curiosidad por los menesteres que tendría ese hombre en aquel solar inhóspito habitado de rudos hombres de campo. Al ponerse en marcha la máquina, el misterioso viajero al sentirse observado desde el andén, en un movimiento instintivo se volvió sobre sí mismo y encontró la mirada curiosa de Antonio a través del cristal. Ambos se escudriñaron durante los instantes en los que el tren abandonaba definitivamente el lugar. Antonio sintió un extraño escalofrió y cierta inquietud mientras los ojos candentes de aquel viajero se clavaban sobre sus pupilas.
Quedaban pocos kilómetros para llegar a su destino. El tren volvió a retomar su marcha y Antonio volvió a repasar mentalmente los asuntos que llevaba entre manos. Estaba bien entrada la primavera, las estaciones frías han sido nefastas, a malas penas ha llovido, los sembrados y la oliva no salían adelante. Tenía que cobrar las rentas a los labradores que trabajaban sus tierras, las que su mujer había heredado de su padre. Visitar a Doña Luisa, su suegra, a sus cuñadas, y supervisar la obra de un pozo que había encargado construir para paliar las sequías periódicas. De repente, le vino, el recuerdo de los sórdidos versos dedicados al rey consorte, y en consecuencia a la misma reina Isabel, cuando años atrás visitaron Murcia. ¡Era él!, el viajero misterioso, fue el hombre que pronuncio aquella soflama incendiaria y después desapareció entre la multitud.
Cerca de mediodía, el tren se ha detenido en el apeadero de Balsicas. Es un pequeño enclave habitado por no más de 100 almas. Hasta sus puertas llegan los límites del municipio de Murcia y desde ahí nace la jurisdicción de Pacheco. Antonio toma un carro y se dirige por precarios caminos hasta las propiedades que un día fueron de su suegro. En algo más de media hora Antonio llega a casa de doña Luisa, su suegra, donde vive con tres de sus hijas, que aún permanecen solteras, para avisar de su llegada e interesarse por ellas.
-Buenas tardes Doña Luisa, ¿cómo se encuentran?
-Hola Antonio, seas bien hallado. Nosotras estamos bien. Siéntate a la mesa y come algo.
Antonio sin replicar, quitándose el sombrero y quedándose en mangas de camisa se sentó y se dispuso a comer.
-¿Rosa y los niños como se encuentran?
-Muy bien, me mandan recuerdos. Están deseando veros.
-¿Y eso que no te acompañan?
-Solo vine para un par de días y quise ahorrarles el ajetreo. En cuanto cobre las rentas y supervise la obra del pozo me marcho, que no puedo descuidar mis tareas. El otoño y el invierno han sido muy secos, estas tierras sin agua son una ruina.
-Desde luego. Las gentes van tirando del grano que tienen almacenado del año anterior, pero las previsiones no son nada halagüeñas.
-Es un mal año. Si no hay impedimento tengo intención de volverme pasado mañana en el primer tren.
-Bueno, pues te esperamos a la hora de las comidas. Llévate la mula para moverte.
-Gracias. Aquí estaré.
Cuanto terminó el tentempié aparejó la mula y salió camino arriba alejándose de casa de doña Luisa entre labrantíos de la propiedad familiar. Dio un tranquilo paseo hasta los límites de los dominios colindantes con el fin de comprobar en qué condiciones se encontraba la producción de aquellas tierras. Durante el paseo se detuvo a conversar con cuantos labradores se cruzó por el camino para enterarse de las situaciones particulares que allí se vivían.
A la mañana siguiente al romper el día, Antonio salió de casa, de su humilde residencia de recreo durante los periodos estivales, no muy retirada de la principal de doña Luisa. En las inmediaciones de la vivienda está en curso la obra de un pozo, como una alternativa para combatir las escasas precipitaciones, y disponer de agua en todo tiempo. Mediante unos rudimentarios procedimientos, los operarios escavan en el suelo a la vez que aseguran las paredes del pozo y van descendiendo a modo de plataforma sobre una rueda de carro que es elevada con la tierra extraída mediante una polea tirada de una mula desde el exterior. Cuando la roca a perforar es muy dura se utilizan explosivos como los empleados en las minas con el fin de doblegar la resistencia del terreno hasta llegar al acuífero subterráneo.
Antonio lleva varias horas supervisando el trabajo de los operarios. Aquella apacible mañana de primavera se tornó de repente en una sombría jornada, cuando al explotar uno de aquellos barrenos, un indómito pedrusco voló fragmentado en mil pedazos golpeando violentamente la cabeza de Antonio que cayó fulminado al suelo. Los trabajadores corrieron a socorrerlo desesperados, pero no reaccionaba, la muerte fue instantánea. Incrédulos ante aquella situación inverosímil dieron la voz de alerta en busca de ayuda. Horas después, reunidos familia política, vecinos, la autoridad local, el cura de la ermita de San Cayetano y un medico que certificó su muerte, envolvieron el cuerpo inerte en una sabana de lino y lo cargaron en un carro con destino a la estación de Balsicas para ser devuelto a Murcia y recibir allí cristiana sepultura. Doña Luisa sobrecogida por lo sucedido, impactada e incrédula no hacía nada más que pensar en su hija Rosa, en lo que le venía por delante y en sus nietos que se criarían sin la necesaria protección de un padre.
Un silente cortejo de más de veinte personas entre hombres, mujeres y niños, vestidos de riguroso luto acompaña el cuerpo sin vida de Antonio en su regreso a la capital. Cuando el tren hace parada en la estación de Riquelme-Sucina, dos guardias civiles montan en el mismo vagón, cargando el cuerpo de otro hombre sin vida, cubierto éste de una manta maltrecha. Después de un rato de viaje, José Tomas, el primogénito y único hijo varón de doña Luisa quebró el silencio reinante dirigiéndose a los agentes de la benemérita para informarse de quien era el finado y que le había sucedido.
–Este hombre llegó ayer en el tren de la mañana, se desplazó hasta Sucina y apareció muerto al parecer víctima de una venganza. Es hasta donde le puedo contar. Respondió uno de los guardias.
Capítulo 6. El último adiós
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¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
Gustavo Adolfo Becquer, estribillo de la rima LXXIII
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Antonio partió hace dos jornadas. El día se ha presentado radiante en la capital del Segura haciendo honor a las primaverales fechas, pero al superar el ecuador del día el cielo se entristeció repentinamente tornándose encapotado y gris. Rosa observa el cielo augurando una fuerte tormenta. Piensa en Antonio, y teme que cualquier posible fenómeno meteorológico adverso lo sorprenda a la intemperie. Sabe que quizás mañana o a lo más tardar pasado mañana volverá a casa.
Avanza la tarde, pero no ha caído ni una gota. Impacientes de esperar la lluvia que no llega, la pequeña Rosa y sus hermanos han salido a jugar al huerto. Luisa tiene ya seis años y el pequeño Antonio, tres. Él es muy revoltoso y atrevido pese a su corta edad. Todo lo investiga y lo toquetea. Tirarles piedrecitas a sus hermanas es una de sus distracciones favoritas.
Mientras tanto Rosa atiende a sus labores en el interior de la casa. Desde la entrada se percibe el aroma fresco y sugerente a alábega que invade la atmósfera de ese hogar. Ella está en la cocina preparando unas torrijas, ese dulce típico de Semana Santa que tanto gusta a su marido. Sobre un poyete, tiene algunas rebanadas de pan de varios días, una vasija con leche de cabra, huevos, un jarrón de arcilla rebosante de vino, azúcar y una sartén con aceite de oliva en el fuego. Algunas rebanadas las empapa en leche para los niños y otras en vino para Antonio. Por momentos, se enreda en una incertidumbre que le viene acechando desde hace algunos días. Últimamente tiene mal cuerpo y náuseas. Percibe con agudeza los olores, ¡Quizá esté otra vez embarazada! De pronto, Rosa se sobresalta. Está oyendo relinchar a la yegua y la siente escarbar alborotada en el suelo. Extraña mucho que el animal esté alterado de esa manera y sale al patio a ver que puede estar pasando. Doncella, con la cabeza por encima de la puerta de la cuadra, clama enardecida. Rosa, poniéndole la mano sobre la cabeza y hablándole suave la intenta apaciguar. Sin esperarlo, golpean a la puerta.
-¿Quién va? Pregunta Rosa mientras vuelve al interior de la casa. Afuera doña Luisa con su hija Joaquina enfundadas de inequívoco luto se han adelantado para informar del trágico final.
–Madre. Contesta doña Luisa con tono profundo.
Rosa al oír la voz de su madre se estremece. Si no hubiera un motivo especial para aquella visita su madre no estaría allí. Rosa abre la puerta y al verlas totalmente de negro una lanza de frio acero sintió perforar su abdomen.
-¿Quién? Preguntó escueta tras unos instantes de desconcierto queriendo saber el causante del luto. Doña Luisa tomó aire durante unos segundos y respondió cerrando los ojos, evitando así, ver el primer instante de amargura en el rostro de su hija. Rosa desencajada sucumbió al desaliento y cayó desmayada al suelo. Al recuperar el conocimiento, aun pálida y confundida alzó la mirada y vio un carro acercarse acompañado a pie por el resto de sus hermanos, cuñados y sobrinos. Simultáneamente las campanas del templo de San Miguel entonaron los sobrios acordes que anuncian la defunción.
– ¿Y los niños? Pregunta Joaquina.
-Están en el huerto jugando, ve por ellos Joaquina. Rosa entre sollozos entra acongojada a la casa.
Para cuando el cuerpo sin vida de Antonio reposa en el lecho conyugal, Rosa ya está vestida de luto, las ventanas están cubiertas, y las alábegas ya no perfuman aquel ambiente envuelto en drama. La pequeña Rosa se abraza a su madre sin poder reprimir un llanto feroz que resquebraja la entereza del más recio.
– ¡Los niños a la cocina! Ordena la abuela Luisa.
Rosa prepara la mortaja con el mejor traje, lava el cuerpo y lo viste cuidadosamente.
Durante toda la noche solo hay desconsuelo, abatimiento y desdicha. Familiares vecinos y amigos comparten el sufrimiento de Rosa y sus pequeños en el velatorio. Un brindis de dolor que mañana ya solo será un portazo en el recuerdo, y serán solo ellos los que tengan que afrontar un futuro incierto con la ausencia del padre y del esposo.
Después de un riguroso duelo de 24 horas, en los primeros compases de la tarde arranca el cortejo fúnebre hacia la parroquia del Arcángel San Miguel donde se oficiará el funeral. Tras el último adiós todas las mujeres y los niños vuelven a sus hogares mientras los hombres acompañan en serena procesión el féretro de Antonio hasta el cementerio de la Albatalía, lugar de su eterno descanso.
Rosa, resignada con la suerte que le está tocando vivir, intenta sobrellevar la zozobra del día a día dando luz a un luto que tiene recluido a tres criaturas y a otra que viene de camino. Con la pérdida de Antonio los recursos disponibles se ven mermados. Los considerables gastos del entierro se han llevado parte de los ahorros. Doña Luisa y Joaquina se han quedado en Murcia con Rosa y los niños hasta el comienzo del verano, en que definitivamente se trasladarán a las propiedades de San Cayetano. Pocas ataduras les quedan ya en Murcia. Prefieren la tranquilidad del campo donde puedan aprovechar mejor los recursos que les quedan.
Rosa viene dándole vueltas a un doloroso trámite que tiene que afrontar antes de irse. Necesita vender la yegua y la tartana. Doncella ha sido una noble y fiel servidora de Antonio, pero los reales que cobrará por ella le ayudarán durante algún tiempo.
Capítulo 7. Convivir con el recuerdo
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«Acuérdate en adelante, cada vez que algo te contriste, de recurrir a esta máxima: que la adversidad no es una desgracia, antes bien, el sufrirla con grandeza de ánimo es una dicha.»
Marco Aurelio, emperador romano del 161 al 180 d.C
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Murcia, finales de la primavera de 1869. La conmoción de los primeros días por la pérdida de Antonio se va diluyendo en un sombrío encierro que no distingue entre el día y la noche. Atrancadas puertas y ventanas, la luz del sol no logra colarse al interior sino es cuando alguien entra o sale de la casa. En el gélido ambiente reinante se respira dolor y ausencia, solo las diabluras inconscientes del pequeño Antonio alteran el recogimiento de aquel hogar. Rosa ya no busca explicaciones a su suerte, ha desistido de encontrar los porqués del destino, ni tampoco calcula ya de qué manera pudo pecar para merecer semejante castigo. En este nuevo escenario no caben miradas al pasado, ni lamentos estériles. Intenta auto convencerse pero se siente superada con el hecho de tener que afrontar una nueva vida como cabeza de familia.
Piensa en sus hijos, solo en ellos. Sabe que las cosas se pondrán crudas cuando gasten lo guardado, y solo les quede el recurso de las rentas que dé la tierra. La pequeña Rosa sufre el vacio que ha dejado su padre, apenas habla, se encuentra desubicada, perdida en un mar de sentimientos que su tierna percepción no alcanza a entender.
Con la inminente llegada del verano, la intención de doña Luisa es que su hija Rosa y sus nietos les acompañen y se trasladen definitivamente al campo. Allí estarán más cerca de toda la familia, y entre todos les harán más liviana la carga. Rosa es consciente de que la vida en Murcia bajo las nuevas circunstancias se complica de manera. Es preferible estar cerca de los suyos y a la vez controlar los frutos que den sus tierras.
Llegado el día, Rosa y sus hijos cargados con sus enseres más personales dejan Murcia para emprender una nueva vida. Una vida rural, modesta, tranquila y alejada de los grandes acontecimientos de la urbe. Cubriendo el recorrido del último viaje que Antonio realizó en vida, su mujer y sus hijos vuelven sobre sus pasos hasta el mismo lugar donde perdió la vida. La estampa de una mujer envejecida por un tenaz luto que no da lugar al mínimo atisbo de alivio, acompañada de tres pequeños también vestidos con paños negros, son el objetivo de las curiosas miradas de los lugareños que se cruzan a su paso.
Rosa y los suyos han entrado en tierras de su propiedad. Está viendo el pozo del que tanto le han hablado. El Gólgota de Antonio. No le quita ojo. Henchida de valor, se acerca decidida. Acaricia el brocal con su mano derecha y la desliza a través de su abrupta superficie recorriendo su perímetro. Los niños a escasa distancia de su madre la observan sin inmutarse. Rosa intenta recoger el último hálito de vida de Antonio en aquel lugar. Recrea en silencio como pudieron ser sus últimos momentos en este mundo. Endurece el gesto para que sus lágrimas de amargura no contagien el ánimo de los pequeños. Se asoma hacia el fondo del pozo intentando ver el agua de su interior, pero en él no hay respuestas, tan solo ve el reflejo compungido de una viuda marchita.
Marchan a la casa. El viaje ha sido agotador, tanto por el desgaste emocional como por el calor insufrible. Rosa saca de la talega una llave de forja de considerable tamaño y abre la puerta de madera que da entrada a la que un día fue su residencia de recreo. La vivienda de cierta envergadura está compuesta de dos cuerpos techados, parador, cuadra, pajar, solar y ejido. Además cuenta con un garrofero y una higuera en sus inmediaciones.
Los días pasan, los meses cunden y los años vuelan. Tanto es así que en casa de Rosa, ya no son cuatro, sino cinco. El embarazo fructificó felizmente hasta el nacimiento de una bonita niña que fue bautizada en la ermita de San Cayetano con el nombre de Rita. La pequeña Rosa es toda una mujercita, es el gran apoyo diario de su madre en esta aventura forzosa que la vida les planteó. Se desempeña con soltura tanto en las tareas de la casa como en la educación de sus hermanos. No tardando mucho será una buena moza.
Pese a la resignación y la entereza demostrada, la sombra de Antonio es aún muy alargada. El tiempo todo lo devora, pero el dolor de una perdida como esa, permanece latente en un recuerdo imperecedero que lo convierte en una figura inmortal. Del mismo modo, hay vacíos que jamás podrán ser ocupados como tampoco puede serlo una vasta porción del universo.
Capítulo 8. La mirada de un pretendiente
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«El verdadero amor, el sólido y durable, nace del trato; lo demás es invención de los poetas, de los músicos y demás gente holgazana.»
Benito Pérez Galdós
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Al despertar el día.
-¡José María! ¡Vamos que se nos pone el sol! Exclama uno de los gemelos desde la puerta.
-Eres un canseras Juan. Casi no se ve. Replica un joven esbelto de unos 20 años que aparece a través del pasillo. Al mismo tiempo, resuena el primer canto del gallo que presume de dominante en su corral.
Tres hermanos. Tres mozos de tostada piel por incontables jornadas a la intemperie se preparan para empezar la faena. Dos de ellos son como dos gotas de agua. Una misma mirada, un mismo gesto, un mismo reflejo. Robustos hombres de campo curtidos en el esfuerzo, como así demuestran sus trabajadas manos.
El más joven, José María; barbilampiño, nariz recogida e incisivos ojos claros. Arrea desde las riendas al mulo. En la zaguera del carro, los gemelos sentados de espaldas al sentido de la marcha. En la carga, todos los útiles necesarios para recoger la oliva que su padre tiene a terraje. El camino es corto, en no más de diez minutos estarán en el olivar.
Trascurre la mañana y el trabajo va a un buen paso. Dos escaleras de madera copan hasta las alturas más inaccesibles, en ellas, los mayores recolectan el fruto a mano. José María varea las ramas y después recoge todas las caídas al suelo. Son varias las espuertas de esparto que están colmadas de oliva. Desde arriba, Ramón advierte que en el extremo de la cañada junto a la casa de la dueña, han entrado 3 cabras que están empinadas comiéndose el árbol. El niño que las está guardando las admira impasible mientras engullen a boca llena.
-¡Muchacho!¡Las cabras! –Gritó Ramón desde lo alto de la escalera.
-¡Están comiendo! Contestó desde la distancia sin ningún tipo de reparo.
-¡Será estafermo el niño!
José María anda unos metros recortando la tirada entre él y los animales. Recoge una piedra del suelo y la lanza violentamente contra las cabras golpeando certera en la cabeza de una de ellas. Los animales corren despavoridos. Sin mediar palabra, el niño de unos 13 años de edad responde veloz sin necesidad de tener que buscar piedra alguna, ya que en su mano guardaba una. La réplica del jovenzuelo tiene que ser esquivada por José María sino quiere que le destroce el pecho. Éste sale corriendo para reprender al muchacho. Se enzarzan en una discusión llegando casi a las manos. El niño no se amilana aunque la diferencia de edad entre ambos es notoria.
Al oír los gritos, una bella señorita de entre 18 y 19 años sale de la casa preguntando por ese escándalo. José María ya la conoce aunque hasta el momento no ha hablado mucho con ella. Es la hija de la dueña de algunas de las oliveras. Al verla, suaviza su enfado. Se siente intimidado. No sabe si por su belleza o por el lugar que ocupa. Ella muestra indiferencia a los ojos que la miran y se dirige primero a su hermano.
-Antonio recoge las cabras y pasa para dentro. Perdónele usted. Mi hermano es un poco rebelde.
-No me llame de usted, señorita Rosa, que no soy tan mayor.
-En cualquier caso, evite tener más enfrentamientos con Antonio. Que tenga un buen día.
Escueta y cortante, Rosa zanjó la disputa que bien podría haber acabado a golpes. José María sin añadir mucho más, se dio por enterado y volvió sobre sus pasos para seguir con su trabajo.
Al día siguiente, los tres hermanos toman la misma rutina. José María lleva durante toda la mañana pensando en el episodio de ayer. Le irrita que la osadía de aquel niñato haya quedado sin castigo. Por otra parte, tampoco quiere enredarse en un conflicto que sería poco provechoso. ¡O sí! De repente cambia de parecer. Coge la cántara de agua que siempre les acompaña durante la jornada de trabajo y la vacía en el suelo. Sus hermanos lo miran extrañados. Y sale con ella andando en dirección a la casa de doña Rosa. A medida que se acerca ve como la mayor de sus hijas está tendiendo la ropa.
-Buenos días señorita.
-Buen día. ¿Qué se le ofrece hoy?
-Nos hemos quedado sin agua. Si tienes a bien rellenarnos la cántara…
-¡Al campo vas, de lo que lleves comerás! En estas fechas no hace mucho calor para que ustedes se hayan bebido toda el agua. A no ser se la hayan traído medio vacía.
La respuesta de la joven lo pilló a contrapié y antes de que pudiera replicarle, Rosa continuó.
-Vas a tener suerte, ya que desde la riada del pasado mes de octubre, el aljibe está lleno. Antes escaseaba y la íbamos mezclando con la del pozo para beber.
-Se lo agradezco. Nosotros en mi casa andábamos igual.
Con la cántara llena, José María se volvió a sus labores embriagado por la belleza de aquella mujer. A medio camino pensó en girarse para verla de nuevo pero hubiera sido demasiado evidente. Desde entonces, cada noche en la intimidad de su humilde catre, la pensaba antes de quedarse dormido. De qué manera podría acercarse a ella y despertar su interés.
Tras varios días, se le presenta una nueva oportunidad para verla. Una vez molida la oliva, su padre va a llevar a doña Rosa la parte de aceite que le corresponde como pago. Impaciente se ofrece a acompañarlo. Duda como afrontar ese momento tan ansiado. La saluda respetuosamente como ya lo había hecho en anteriores ocasiones, y fija el destello de su celeste mirada sobre los despiertos ojos verdes de Rosa. Quiso decirle con la mirada lo que no sabía con palabras. Ella captó perfectamente el mensaje de admiración. Recatada lo esquivó una vez más, aunque empezó a sentir cierta curiosidad por las intenciones de ese hombre.
Aunque ella era de otra condición, hija de una propietaria y el era hijo de un labrador, a él no le importaban los impedimentos ni las distancias sociales. Estaba resuelto a entregarse por completo a su propósito. No podía ofrecerle grandes comodidades pero si una vida de entrega.
Poco a poco empezaron a frecuentarse a escondidas para evitar el qué dirán. Eran breves entrevistas en las que hablaban de sus inquietudes, de sus proyectos, de sus filias y sus fobias. No obstante, doña Rosa ya se había percatado de que el hijo de Paco el labrador buscaba a su primogénita. Ella anhelaba arreglar a su hija con alguien que pudiera darle una mejor vida, pero en aquellos lares los buenos pretendientes escaseaban. Siendo realista, su estatus era ya solo mera apariencia. Sin la posibilidad de ofrecer una buena dote por el matrimonio de su hija, las alternativas se reducían.
José María sentía un deseo irrefrenable de yacer con ella y hacerla suya. No quería ofenderla y solo había dos caminos. Llevársela a las bravas o pedírsela a su madre.
Capítulo 9. La llamada de Eros
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«Al amor lo pintan ciego y con alas. Ciego para no ver los obstáculos y con alas para salvarlos.»
Jacinto Benavente
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Los rescoldos aun vivos de la cocina caldean el ambiente del avanzado invierno de 1880. Rosa y sus cuatro hijos están sentados en torno a la mesa. A un extremo de la misma la madre preside el almuerzo. En frente, la silla vacante que solía ocupar Antonio, nadie se ha atrevido a usarla en todo este tiempo. Al principio era fácil imaginarlo allí sentado, pero la rutina de su ausencia ha disipado ese pensamiento. Unas sopas de ajo con un huevo esclafado a repartir entre los cinco comensales es la exigua comida que hará entrar en calor esos cuerpos. Hace dos días que pasó el recovero, y Rosa le cambió la docena de huevos que guardaba de sus dos gallinas por un vestido para el ajuar de Luisa.
La joven Rosa tiene algo que contarle a su madre. Los nervios la tienen atenazada, duda y no sabe cómo enfrentarse a ese trámite. Se arma de valor y con la voz quebrada…
–Madre, quiero contarle algo.
-Dime, porque lo que hoy te cuesta dinero, mañana te lo dan de gratis.
-José María, el hijo de Paco el labrador me está pretendiendo.
-¿y tú le correspondes? Contestó sin alterarse lo más mínimo, como quien espera la noticia.
-No lo sé madre. Fui distante y fría desde un principio, pero sus miradas demuestran sinceridad.
-No es lo que había pensado para ti. De sinceridad no se come hija mía.
-Es trabajador y no tiene vicios.
-Ninguno tiene vicios hasta que los tiene. La verdad es que no estamos en condiciones de ponernos delicadas pero…
-¿Pero…?
-No puedo otorgar. Si quieres irte con él, no te lo impediré pero sí consiento el matrimonio la gente verá nuestra desesperación, lo tomaran como una debilidad y no lo podemos permitir. Tenemos que guardar las apariencias.
-Lo entiendo madre.
-Así que obra en consecuencia.
Luisa, Antonio y Rita escuchaban atentos la conversación sin mediar palabra, aunque el joven Antonio se quedó con ganas de maldecir la componenda que acababa de presenciar. No obstante, prefirió callar por ahorrarse una bronca.
Rosa y José María se volvieron a encontrar. Ella le contó que su madre no aprobaba el noviazgo sin entrar en más detalles. Él estaba dispuesto a pedirla y a luchar por ella, pero quiso así ahorrarle el trago de enfrentarse a una decepción. Rosa siempre recatada no insinuó voluntad de irse con él, pero él se lo pidió.
-Rosa no quiero renunciar a ti.
-Siempre no se puede tener lo que uno quiere.
-Vámonos y emprendamos nuestro camino juntos.
Tras unos segundos de reflexión Rosa contestó:
-Espérame mañana al oscurecer al final del camino, sino me encuentras allí, no me busques más.
José María asintió contrariado, y ella dio media vuelta de regreso a casa.
Durante toda la noche y todo el día, ese desvelo lo absorbió por completo sin que ni siquiera atinara a vivir. Rosa encerrada en sí misma, recordaba el paso de sus días desde la niñez, buscaba respuestas, señales que la orientaran en el camino a seguir.
Instantes antes de que el sol se ocultara por completo, José María ya hacia la espera montado en el carro en el lugar acordado. Pasaban los minutos, la penumbra empezaba a adueñarse de todo y Rosa no llegaba. El farol que llevaba consigo casi que no alcanzaba a alumbrar lo que venía. La angustia lo devoraba, ¿acaso no vendría? De pronto intuyó ver una silueta avanzar hacia él, esos andares los conocía, era ella. El azabache de su vestido se confundía con la noche. Al comprobar que era Rosa le dio un vuelco el corazón detonando en un presto latir. Saltó del carro y corrió hacia ella hasta fundirse en un emotivo abrazo. Aquel momento fue el primer contacto físico y la primera vez que rompieron la barrera del decoro.
De allí partieron hacia la ermita de San Cayetano donde serían desposados bajo la figura del santo de la providencia, del pan y el trabajo. Formalizado el matrimonio vuelven a la casa de José María donde permanecerán hasta que se puedan instalar en casa propia. Recibidos por Paco y Encarnación, sus recientes suegros, celebraron humildemente el enlace comiendo y bebiendo hasta saciarse. Rosa esta agradecida por el trato recibido pero se siente rara en casa ajena, le faltan su madre y sus hermanos. Tendrá que acostumbrarse a la vida de mujer casada.
Llegó la hora de acostarse. José María esperando este momento se ha procurado una cama más espaciosa y confortable que su catre de soltero. Rosa saca de su equipaje su camisón de noche y se desviste despacio ruborizada dándole la espalda a su esposo. La leve luz del candil de aceite proyecta las formas torneadas del cuerpo incorrupto de Rosa. El la admira deseoso e impaciente por hacerla suya y ella se siente cada vez más insegura a medida que se acerca el momento de consumar el matrimonio.
Capítulo 10. Un nuevo amanecer
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«Si dais la impresión de necesitar cualquier cosa no os darán nada; para hacer fortuna es preciso aparentar ser rico.»
Alejandro Dumas (padre)
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Es la primera vez que Rosa despierta acompañada de un hombre. Ha sido una noche intensa, ardiente, lasciva, en la que ha entregado su honra; su bien más preciado como mujer. Como novata esposa e inexperta en asuntos de alcoba, no ha sabido muy bien cómo actuar y solo se ha dejado llevar. No ha descansado especialmente bien, pasando la mayor parte del tiempo en duermevela. Extraña su cama y el olor singular de su dormitorio. Durante los lapsos de vigilia, los pensamientos le acechan. Duda sí el primer encuentro conyugal habrá sido del agrado de su esposo, sí habrá obrado correctamente en casarse con él o en las situaciones que le ha deparado la vida, llevándola hasta allí. Intranquila teme quedarse durmiendo más tiempo del estrictamente necesario, ya que siente la obligación de ayudar a su suegra en las labores de la casa y asistir a José María antes empezar su jornada de trabajo.
Con el paso de los días la noticia del enlace corre entre las casas de campo del contorno. Familiares, vecinos y amigos de uno y otro lado vienen a ofrecer sus humildes presentes para la joven pareja. Hay quienes traen alguna cacerola, un candil, un par de sillas usadas, un colchón de lana, una almohada, un cofre, alguna gallina, un cuadro de la purísima concepción…
A las pocas semanas, Paco, el padre de José María, conocido hombre de campo entre jornaleros, labradores y propietarios de la zona, se ha procurado una modesta casa y unas tierras que labrar donde los recién casados puedan emprender su nueva vida. De ahora en adelante la chimenea tirará humo de su cuenta. La casa es humilde, está localizada no muy lejos de la casa de doña Rosa, más al norte, insertada en el partido de Avileses, término de Murcia. De tres estancias, de las cuales dos son dormitorios y una cocina, un patio con alguna pequeña cuadra para la cría de animales y unas paleras en el exterior, frecuentada como lugar para deponer las necesidades intimas.
Desde que se fue con él, Rosa no ha vuelto a ver a su madre. Decide que ha llegado el momento de volverse a ver, necesita hablar con ella, abrazarla, sentirla cerca.
-¡Tocan a la puerta!. Abre Luisa. Demanda doña Rosa
-Voy. ¡Es Rosa, madre!
Al encontrarse las dos hermanas se funden en un sentido abrazo. Rosa entra en busca de su madre y hace lo propio. Aunque no se dijeran nada, madre e hija se necesitaban, al verse sus rostros entonaron una mueca de júbilo y satisfacción.
-¿Cómo te trata la vida, hija mía?
– No me quejo madre. Hemos puesto casa en la ceña. Llevamos una vida modesta pero de momento no pasamos faltas.
– Lo sé. ¿Es bueno ese hombre?
-Si madre. Es trabajador, atento y me respeta.
-Me alegro que estés contenta, me reconforta.
-Tengo que darte una buena nueva
-Me lo imagino, te lo noto en la cara, ese brillo, así me lo dice.
-No hay nada que se te escape. Si, estoy embarazada.
La conversación entre madre e hija se prolongó de forma distendida durante varias horas, detallándose lo sucedido durante este tiempo separadas.
José María trabaja las tierras a su cargo, de momento labra con la mula y los aperos de su padre hasta que pueda comprar una bestia y los atalajes. Están expuestos a los caprichos de la meteorología, dependiendo de las precipitaciones así se dará el año. Alterna los cultivos de cereal; trigo y cebada. Planta melones a principios de la primavera. Rosa también colabora de las duras labores del campo. Con un pollizo de olivera “despista” la planta del melón golpeando y quebrando sus puntas para que no crezca demasiado y así se centre en el engorde del fruto. Unos melones que aguantaban desde final del verano sin perderse hasta las Pascuas. También diversifica con cultivos de invierno; pimientos de bola, pésoles y habas. La modesta producción, toda ella de secano tiene que cubrir las necesidades del hogar, y el excedente sí lo hay es vendido o intercambiado por otros bienes de necesidad.
Con el nacimiento del primogénito de ambos, de nombre Paco, en honor a su abuelo paterno, las necesidades aumentan, y José María tiene que duplicar esfuerzos y engancharse en lo que salga para ganarse un dinero extra. Ese mismo agosto se une a una cuadrilla de hombres que se trasladaran en tren hasta Tobarra para la siega del trigo. Durante un mes y pico lejos de su hogar, bajo duras condiciones en jornadas de sol a sol, José María se desempeña junto a otros jornaleros para sacar a su familia adelante.
Ese tiempo de ausencia, Rosa lo vive con incertidumbre, deseando la vuelta de su esposo. Aunque siempre se deja caer alguna visita, en pocas ocasiones se encuentre sola. El recovero como de costumbre pasa con alguna frecuencia por las casas del campo, intentando hacer algún negocio de oportunidad, bien son conocidas sus artes amatorias, que aprovecha cualquier falta de la casa para canjearla por favores íntimos.
-Buen día señora, ¿Qué tal el día? Saluda el comerciante.
-Buenos días Pedro. Contesta Rosa
-¿Necesita usted algo? ¿Y su marido que no lo he visto?
-Estoy servida. Está echando unas peonadas en la siega.
-Miré llevo una chota que acabo de comprar, lo mismo te hace ojo y te hago buen precio. Ofreció a sabiendas de que Rosa no disponía para comprar el animal. Insinuando que podría dársela en pago por un favor carnal.
A lo que Rosa replicó con vehemencia
-¡Desde de que conocí ciruelo, que pesebre fuiste de mis mulas, que de tu fruto ni comí, que los milagros que tú hagas me los echen a mí!
El recovero se dio por enterado, captó la negativa y siguió su marcha.
José María a su vuelta, y con parte del dinero que había ganado fruto de su esfuerzo compró a medias con su padre un cerdo para terminarlo de engordar en la casa y hacer la matanza en los primeros días de diciembre. El día señalado era un acontecimiento en el que participaba casi toda la familia, en un ambiente festivo donde no faltaba el que echarse a la boca. Con ello, se aseguraban tener una buena reserva de carne y embutido para afrontar todo el invierno.
Capítulo 11. El Crepúsculo
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«Mal te perdonarán a ti las horas,
Las horas que limando están los días,
Los días que royendo están los años».
Tercero final del soneto que comienza «Menos solicitó veloz saeta» Luis de Góngora, 1623.
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La flecha del tiempo cabalga inexorable con audaz sigilo, sin contención posible como alud en el deshielo. En un latido eterno, inflexible y uniforme se presenta invencible ante las minúsculas vidas que ha devorado desde los albores de la humanidad. Ese devenir constante procura cambios imperceptibles en la obra de un instante, pero observados desde la distancia, esa suma de fugaces lapsos construyen millones de historias paralelas.
En casa de Rosa y José María la prole ha aumentado hasta los cinco vástagos sin más impedimentos para la concepción que los que la propia naturaleza les impone. El pequeño Paco ya no es el único que ocupa la atención de Rosa. A este le ha seguido una niña de rizo castaño, la cual recibió el nombre de Encarnación por su abuela paterna. El tercero Antonio, destacado por su viveza, tomó el nombre en honor de su abuelo fallecido. La cuarta fue una niña de dulce mirada, de nombre Rosa, como su madre y su abuela. Y el más pequeño José María como su padre. No había mucho margen a la duda en un tiempo en el que el arraigo de los nombres se respeta con escrúpulo formando parte de la propia identidad familiar, por muy humilde que esta sea.
Rosa ya es una señora, una mujer de su casa que dista mucho de aquella pequeña inocente que recorría las calles de Murcia de la mano de su padre. Se ha hecho a sí misma, desde la adversidad, la ausencia y la necesidad. Los obstáculos que se ha encontrado en su camino le han tallado un carácter acerado y resuelto. Ha conocido el dolor de la muerte desde joven, ha aprendido a convivir con él, a entender que la muerte forma parte de la vida, de igual manera que la derrota forma parte de la victoria, y que sin el peligro de caer no se valoraría el mantenerse erguido. Ha conocido el gozo más grande con el nacimiento de sus 5 hijos. Ha descubierto el amor más puro que se puede sentir, el amor incondicional sin fisuras de una madre por sus hijos. A pesar de su plenitud siente una pena, la amargura de que su difunto padre no haya conocido a sus nietos. Quizá sin esa pérdida hoy no sería quien es, lo mismo no estaría allí, y sus hijos no habrían existido. Quizá no de esa manera.
Temprano como de costumbre, José María se prepara para empezar su jornada de trabajo. Apareja el burro con los arreos para la labranza, un viejo arado romano que le regaló su padre. El animal, fuerza de tiro imprescindible para la labor de la tierra, se lo pudo comprar a un marchante con mucho sacrifico y el sudor de su frente. Una pieza en barbecho que preparará para la siembra del trigo lo ocupará en los próximos días, serán varias las jornadas de tedioso trabajo hasta completar la labranza. José María arrea a la bestia y aprieta el apero hasta que la reja se clava en la tierra y abre besana, ese primer surco iniciador que será la guía de los demás. El animal tira fuerte con paso firme. Demuestra que no es su primera labor. José María es un hombre duro curtido en el esfuerzo que requiere el trabajo del campo. A lo largo de la mañana se va encontrando cansado, somnoliento, algo inusual en él. Lo achaca a que hace bastante tiempo que no ha comido carne, lo poco de lo que disponen se lo dan a sus hijos. Es posible que tenga que sacrificar alguna gallina ponedora y comérsela en puchero.
Antes de ponerse el sol y tras un día extenuante de trabajo, vuelve a casa.
-¿Cómo te ha ido el día? Te veo mala cara. Dijo Rosa al verlo entrar.
-Cansado después de todo el día bregando. Mata una de las gallinas y la haces en puchero para cenar.
Rosa asintió con el gesto extrañado. Sabía que su marido no era hombre de quejas baratas, y menos aun pediría sacrificar una gallina que puede seguir dando huevos.
Tras tomar la cena, José María se acuesta sin entretenerse demasiado. Necesita descansar, ya que mañana hay que continuar con la faena. Rosa recoge los cacharros, acuesta a los niños y se pasa por su cuarto para ver como se encuentra el cabeza de familia. Al abrir la puerta lo ve durmiendo profundamente al compás de un sonoro ronquido.
A la mañana siguiente José María sigue su marcha, continuando con la tarea del día anterior. Durante el trascurso de la mañana el cansancio vuelve a hacer mella, y a esto se le suma una incómoda e irritante tos que se sucede a intervalos constantes, la cual le acompaña a lo largo de toda la jornada. Rosa cree que la dolencia que le aqueja a su esposo en un resfriado común, y le prepara infusiones de eucalipto y otros remedios caseros para aliviar los síntomas. Pero con el avance de los días, José María empeora progresivamente, tiene que permanecer encamado, sufre de calenturas, dificultad al respirar, dolor de pecho, toses persistentes y lo que más ha alarmado a Rosa, esputos con sangre. En ese mismo instante, pensando en nada bueno, hacer llamar a lo más parecido a un médico que hay en la zona para que lo examine y le ponga algún remedio.
-Señor, ¿Qué le ocurre a mi marido?
-Veamos, según lo que me cuentas y reconociendo a este hombre, me temo que sufre de tuberculosis.
Rosa quedó perpleja con el gesto congelado. El médico entendió el trance de aquella mujer y prosiguió con su diagnostico.
– Esta enfermedad es muy contagiosa, se debe aislar al enfermo, que nadie entre en este cuarto salvo para lo estrictamente necesario. Le voy a hacer un sangrado y a administrar un purgante, poco mas podemos hacer por él. Ya dependerá de su fortaleza.
Las palabras de aquel hombre cayeron con estrepito como una losa sobre la sufrida mujer que intuía desconcertada un irremediable final.
19 de marzo de 1935.
-Y así se nos fue tu abuelo, Pepito. Media vida perdí con su partida. Un panorama dantesco que no llegamos a imaginar hasta que sucede. Por eso es tan importante el tiempo. Estamos hechos de tiempo, el instante que pasa ya no vuelve, es irreversible, y con él la vida de tus seres queridos. Y así como te he contado fueron mis días pasados, convertidos en muy largos mientras sufría y en muy cortos mientras gozaba.
FIN
Agradecimientos:
En primer lugar, agradecer a Melones El Abuelo su apuesta por la cultura, por demostrar que tradición y modernidad no están reñidas. A los que han confiado en mí. A don Jacinto por sus consejos y correcciones. A mi amigo Juan por sus tertulias e inspiraciones. A mi Rosa, la de todos los días con sus noches, por aguantarme en este tiempo de producción “literaria”.Este modesto relato va dedicado a los que ya no están, porque sin ellos soy incapaz de explicarme a mí mismo. Y muy de manera especial a mi Ángel, un regalo del cielo.
David García Rodríguez