Un secreto, una herencia, tres hermanas y un reencuentro… Como condición, las tres deberán convivir durante un mes en la casa de su infancia para poder heredarla y así decidir qué hacer con ella. Durante ese reto surgen momentos inesperados que harán a las hermanas verse en situaciones delicadas…
Capítulo 1. – El triste reencuentro
Siempre creí que en la vida las despedidas son menos difíciles cuando la edad anciana se aproxima. Los años y los golpes acaban por otorgar una sabiduría vital, que nada tiene que ver con lo que sabemos, sino con lo que sentimos. Es por ese mismo motivo que, llegado el momento, la muerte pasa de ser un fantasma que nos perseguía a ser sólo una sombra, la nuestra propia, que nos acompaña hasta que sencillamente un día se desvanece sin más.
Sé que hablo con mucha ligereza de algo tan trascendental, pero eso es porque mi momento ya llegó y mi sombra ya se desvaneció. Sucedió hace apenas unos días, tras una dura pero afortunadamente breve enfermedad. Curiosamente la supuesta despedida de mi vida no ha resultado ser tan dramática como siempre imaginé. De hecho todavía sigo aquí, en la que fue mi casa. Paseo muy tranquila a través de sus paredes, deambulando entre mis recuerdos, sin sentir tristeza en absoluto. De hecho es agradable no sentir pesar alguno. Simplemente disfruto de esta extraña paz que he dejado tras mi marcha.
No sé muy bien por qué sigo aquí. Siempre fui una mujer cabezota y algo obstinada, pero esto ya sería el colmo. Tengo la corazonada de que todavía permanezco aquí a causa de mi último deseo. He sentido por muchos años esa pequeña pero afilada pena, al intuir que mis tres niñas se han alejado tanto, que podrían haber olvidado que se quieren. Y ese es sin duda un pesar que una madre sería capaz de llevarse al más allá.
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Amelia, la mayor, ya estaba aquí desde primera hora del día. Ella siempre está cerca y siempre es la primera en llegar. La observo sentada en el que era mi butacón, tratando de reconectar con mi ausencia, mientras su rostro luce pálido y compungido. Me duele verla así. Ojalá pudiera decirle que estoy bien y que todavía estoy a su lado. Mientras tanto Valeria, mi segunda hija, está en la cocina tratando de ser útil y preparando la segunda cafetera de la mañana. No puede estar quieta, pero sobre todo es incapaz de estar mucho rato en presencia de su hermana mayor. Es una realidad triste que me produce una creciente desazón, al verlas bajo el mismo techo y aun así tan lejos la una de la otra.
Pero entonces se escucha la puerta principal y seguidamente una especie de pajarillo dulce y armonioso lanza un reclamo, que me hace sonreír.
― ¿¡Hay alguien en casa!? ― es la voz alegre de Martina, hoy suena algo más apagada, pero aun así parece iluminar las paredes en las que rebota.
― ¡En el salón! ― responde Amelia, aliviada por la llegada de la pequeña de la casa.
Mi pajarillo se reencuentra por fin con sus dos hermanas mayores y por un instante los kilómetros de distancia emocional parecen desvanecerse. Sin duda Martina es ese pegamento de cariño, que es capaz de unir cualquier corazón. Espero que lo que están a punto de descubrir mis tres hijas no les resulte demasiado desconcertante. Nunca fui una madre convencional y en mi testamento he dejado un último deseo, que de seguro será toda una sorpresa.
Puede que no les guste, pero valdrá la pena esa última jugada con tal de volver a ver a mis queridas hijas unidas y queriéndose como yo sé que pueden hacerlo.
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Capítulo 2. – El testamento
Si pudiese, habría llorado de felicidad al verlas a las tres de nuevo juntas. Creo que no sucedía tal cosa desde mucho antes de que yo enfermase. Me he alegrado mucho. Son mis tres princesas y no podría quererlas más, a cada una con todas sus virtudes y defectos. Pero el momento dura poco. El timbre repica. Al otro lado se encuentra mi albacea, el señor Gregorio Bonmatí, que con su solemnidad y rigor habitual entra en la casa y, una vez en el salón, se dispone a la lectura del testamento.
― En primer lugar les ofrezco mis más sinceras condolencias. Su madre era una gran mujer. ― las tres sonríen educadamente entristecidas y él prosigue ― Voy a dar comienzo a la lectura del testamento abierto de doña Desamparados Redondo García. La notaría Bonmatí y asociados, en cuya representación actúo, se hace cargo de la última voluntad de la fallecida, la cual indicó que su herencia debería ser dividida a partes iguales entre sus hijas aquí presentes, siempre y cuando las tres accediesen a las condiciones expresadas en este documento firmado ante este notario.
De repente los ojos de mis niñas se buscan entré sí. Se han extraviado en la solemnidad del acto y creen haber comprendido mal, mientras yo confieso estar disfrutando un poco. Siempre fui un poco juguetona.
― Ahora pasaré a leer el testamento, de su puño y letra:
“Queridas hijas mías. Sé que estaréis tristes y ahora además un poco desconcertadas. Siento no haber podido quedarme más tiempo a vuestro lado, pero así es la vida. Esto se veía venir, así que ahora os pediré algo que no pudisteis darme en vida y que me haría inmensamente feliz allí donde ahora esté. Sabéis que vuestro padre fue un hombre trabajador y honrado y junto a él ahorramos lo suficiente para pagar esta casita, que ahora debería ser para vosotras. Pero antes quiero poneros unas condiciones que serán de obligado cumplimiento para que disfrutéis de mi legado.
Siento ponerme tan sargento, pero no quiero marcharme sintiendo que fracasé como madre y para ello necesito saber que estaréis juntas de nuevo. Y sin más dilación estas son mis condiciones: deberéis pasar un mes entero las tres bajo este mismo techo, conviviendo y reencontrando aquello que perdisteis hace años. Además quiero que, a lo largo de ese mes, hagáis unas reformas en la casa; pero nada de ir cada una su aire, que os conozco. Quiero que arranquéis el viejo olivo del jardín y lo convirtáis en leña para la chimenea. También quiero que hagáis un estanque bien bonito justo donde está mi huerto. Y por último quiero que pintéis todas las habitaciones de la casa y descolguéis todos los cuadros y retratos.
Estas son mis últimas voluntades. Por favor, no seáis cabezotas, ahorraros los esparajismos de incredulidad y aceptad mi último deseo. Me haríais muy, muy feliz. Vuestra madre, que os querrá siempre.”
― Y hasta aquí la lectura del testamento.
Un segundo de silencio sepulcral, mientras el desconcierto va creciendo en sus caras. No puedo evitar sonreír. Sé que he sido un poquito traviesa, pero merecerá la pena. Al final es Valeria es la primera en explotar:
― ¿¡Pero qué clase de chaladura es esta!?
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Capítulo 3. – Asimilando los cambios
Han pasado casi dos horas desde que Gregorio se ha marchado de casa, no sin antes responder a un sinfín de cuestiones legales al respecto de la obligatoriedad de cumplimiento de mis últimas voluntades. Él, muy respetuoso y sereno, les ha confirmado que de no ser así no tendrán derecho a ninguna herencia y que todo pasará a pertenecer a la cruz roja, tal y como dejé indicado.
Y aquí estamos las cuatro en el pequeño pero acogedor jardín de la casa. Cada una de ellas está sentada en una silla, tratando de ordenar sus pensamientos, mientras yo las observo llena de amor con una sonrisa.
― ¿En serio vamos a hacerlo? ― Valeria es la más indignada de todas.
― ¿Tenemos otra opción? ― le replica Amelia, que sistemáticamente siempre va en contra de lo que diga su hermana.
― Se ve que no. ― dice Martina sin mucha oposición.
Yo sabía que ella sería mi aliada. Siempre lo fue.
― Menuda jugada, mamá. ― murmura Valeria al viento, bastante molesta conmigo.
― No hables así. ― le responde mordiente su hermana mayor.
― Vale… ― esta vez Valeria no entra al trapo, pero sigue contrariada ― Pero es una jugada.
― Bueno, no es para tanto. ¿No? ― les pregunta mi pequeña artista.
― Ya habló la vivalavirgen… ― ahora mismo Valeria está molesta con todo y con todos.
― No lo pagues con ella. ― le regaña Amelia.
― Haré lo que quiera. ― Valeria se revuelve ― ¿Ya estás otra vez ejerciendo de madre?
― ¿Cómo te atreves? ― Amelia se levanta ofendida.
― Vale, chicas. Ya está. Dejadlo, por favor. ― al final, la siempre pacifista Martina, es quien pone fin a esta pueril discusión, con sensatez y madurez ― ¿Tan difícil os resulta? Es lo que mamá quería. ― sus palabras acaban por avergonzar a sus hermanas mayores, que agachan las cabezas ― Ya lo quiso cuando estaba viva y no fuimos capaces de darle ese gusto. ― su voz se quiebra un poco, pero se contiene ― Y ahora ya no está. ¿Podemos por favor plantearnos cumplir su voluntad? No por la herencia, sino por ella. ¿Tanto os cuesta?
Las aguas se calman gracias a mi pequeña, siempre sensible y empática. Necesitan un par de horas para acabar asumiendo que lo que les he pedido no es para tanto. Convivir juntas como antes no puede ser tan difícil. En realidad son las tareas que les he encargado lo que no acaban de ver claro. Siendo Valeria la más confusa;
― ¿Por qué querría que nos deshiciésemos justamente de esas cosas que tanto le gustaban? ― lanza la cuestión, pero ninguna sabe la respuesta.
Me sonrío satisfecha y algo traviesa. Ellas todavía no lo saben, pero ya están cayendo en mi sutil trampa de amor. Nada en absoluto me podría hacer más feliz ahora mismo que este instante, con mis tres hijas sentadas en mi jardín, aceptando mis deseos y abriendo la puerta de sus corazones para quizás con suerte volver a quererse como un día hicieron.
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Capítulo 4. – Adiós al viejo Olivo
Martina se levanta decidida y con un “será mejor que nos pongamos manos a la obra” anima a sus hermanas mayores, que la secundan a regañadientes. Y así da comienzo la primera de muchas jornadas de trabajo. Han optado por seguir el orden de reformas que yo les sugerí, así que el primer objetivo será el viejo y robusto olivo, un anciano árbol que ha visto días mejores. Nos ofreció sus frutos, su sombra y su madera desde antes de que Amelia naciese, pero ha llegado el momento de arrancarlo desde sus raíces y dar paso a otra cosa.
De las tres, es Valeria la primera que se enfunda el viejo mono de trabajo de su padre y prepara la oxidada sierra del trastero. Siempre fue la fuerte, resuelta y decidida de las tres, pero también la beligerante, prepotente y algo obtusa. Tenía lo bueno y lo malo de su padre y supongo que por eso él la trataba como a ese hijo que nunca tuvo. Y sin más dilación se encara al grueso tronco mientras sus hermanas la observan a la espera de instrucciones. Pasan cuatro largas horas hasta que el árbol cede y cae. Hora de un descanso. Reemprenden la faena después de comer, cuando Amelia y Martina ya tienen instrucciones precisas. Entre las dos desentierran el tocón desde las raíces, al tiempo que Valeria se ensaña con el vencido olivo para convertirlo en leña.
Por momentos me parecen esas niñas pequeñas, que hace mucho correteaban a mi alrededor, mientras su padre hacia faenas en el jardín. Hoy son tres mujeres maravillosas que, entre palada de arena y pedazo de madera, toman unas cervezas frías y dejan escapar alguna sonrisa. Es inevitable que las anécdotas fluyan. Cómo no hacerlo;
― Recuerdo la primera vez que me subí sola al árbol… ― dice Valeria, que se toma un respiro y da un trago de su cerveza ― Tú eras un bebé y Amelia me miraba desde el columpio, diciéndome que me iba a matar y que era un mono.
― Es que eras un mono loco… ― inquiere la mayor, pero sin maldad.
― Papá me miraba y me animaba a seguir trepando. Era extraño. Ahora que el árbol está a punto de desaparecer me resulta pequeño, pero entonces parecía inmenso.
― ¿Y subiste?
― ¡Claro! ¿Lo dudabas? ― presume Valeria ― Luego papá me tiró una cuerda, y luego otra, y así hicimos la escalera por la que tú te empeñabas en subir. Tanto que mamá obligó a papá a quitarla. Sabía que sin ella tú no subirías y que yo no la necesitaba.
Este y otros recuerdos fluyen alrededor del ya vencido y astillado árbol. Todavía se cuestionan mi petición, pero ya es tarde. La noche ha llegado y yo sigo aquí fuera observando ese inmenso agujero en la tierra. Reconozco que me produce cierta morriña, pero luego atravieso los muros de la casa y las encuentro recién duchadas, cenando unas pizzas y charlando entre risas.
Y así mi ya extinto corazón se apacigua. Me emociona y me hace muy, muy feliz que poco a poco mis pequeñas se están reencontrando.
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Capítulo 5. – Un instante de conexión
La noche se prolongó más allá de las pizzas, pero el helor nocturno no les alcanzó gracias al fuego alimentado por la leña del viejo olvido, que calentó el salón en el que mis tres princesas permanecieron hasta caer rendidas. El sueño les cazó inmersas en sus recuerdos de su infancia, con el sonido del fuego danzarín de fondo. Qué felices fuimos en esta casa. Fue duro cuando su padre nos dejó. Se fue demasiado pronto, aunque siempre parece que es demasiado pronto para dejar marchar a alguien. Me tuve que hacer cargo de la familia sin su apoyo. Ahora lo pienso, al observar a mis hijas desde el secretismo del más allá y me pregunto si a él no le pasó lo mismo. Ciertamente y durante bastante tiempo creí sentirlo junto a mí, sobre todo en nuestra cama, como si me acariciase o me arropase en mitad de la madrugada, cuidando de mí durante los primeros meses de ausencia sobrevenida.
Al final las tres se han quedado dormidas en el salón, en el sofá grande Amelia rodea con sus brazos a su hermana pequeña y Valeria reposa en el otro sofá hecha un ovillo. No me he ausentado ni un instante en toda la noche, para poder disfrutar de cada instante, mientras la hoguera se iba extinguiendo con el sosiego de lo efímero. Ha sido hermoso. Mis tres pequeñas reunidas, dormiditas como ángeles. Y por un instante breve y emocionante Valeria se ha despertado, me ha mirado fijamente y me ha dicho “te quiero”. Pese a estar sobrecogida y sorprendida, le he dedicado la mejor de mis sonrisas y le he respondido que yo también la quiero con todo mi corazón. Después se ha vuelto a dormir y yo me he quedado observándola, sin saber si lo sucedido ha sido real o no.
Sólo me ha dolido no poder besarles como hacía cuando eran niñas y las visitaba en la noche para comprobar que estaban bien. No volver a sentir sus pieles en mis labios sí que es un pesar difícil de superar. Ojalá las hubiera besado y abrazado más. No somos conscientes de lo que tenemos. Deberíamos eternizar las muestras de amor, en vez de infravalorarlas. Una lástima sin duda, pero así es la vida y la consecuente muerte.
Pero un nuevo día atraviesa los cristales de la casa y los cuerpos de mis pequeñas comienzan a estremecerse, resistiéndose al despertar. Quizás porque en sus sueños yo no les faltaba y podíamos estar juntas. Ha sido en el desayuno cuando Valeria ha roto el silencio:
― Ayer soñé con mamá… ― sus dos hermanas la han mirado con ternura, mientras que yo me he quedado petrificada y expectante ― No recuerdo bien el sueño. Estaba en el salón, yo era pequeña, me despertaba y ella estaba justo ahí, como siempre. Yo le decía que la quería y ella me contestaba que ella también…
Una lágrima ha recorrido su mejilla y sus dos hermanas se han levantado sin dudarlo para abrazarla. No sé cómo, pero mi extinto corazón ha dado un vuelco de emoción. Lo de anoche fue real…
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Capítulo 6. – Recuerdos en el huerto
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Capítulo 7. – Adiós al huerto
Los días van pasando envueltos en una especie de niebla extraña pero apacible. Estar y no estar es tan extraño como agradable. Sin frío, sin sueño, sin hambre, pero además en compañía de los tres amores de mi vida. Sin duda el más allá es mejor de lo que me había imaginado, o al menos más entretenido. En estos últimos días mis pequeñas han hecho un gran trabajo y han convertido mi viejo y querido huerto en un estanque pequeño pero muy bonito, gracias sobre todo al talento de Valeria en cuestiones de diseño y a la fuerza de voluntad de sus hermanas. Ahora el jardín de la casa parece un rincón de retiro muy zen, de esos que están tan de moda para los amantes del Yoga o del Budismo. Me gusta como ha quedado.
Tras la satisfactoria visión de su trabajo bien hecho, las tres deciden darse un homenaje y se regalan a sí mismas un festín digno de nuestra familia. Amelia se encarga de la paella, Valeria de la dulce “coca de llanda” y, cómo no, Martina lo adereza todo con su sangría especial. Da gusto verlas, disfrutar alrededor de la fogata. Pena me da no poder degustar ninguna de esas delicias, que sí que voy a echar mucho de menos.
Y el medio día se convierte en tarde y las tres se dejan querer por los últimos rayos de sol, que anuncian la despedida de este maravilloso día:
― Los echo mucho de menos a los dos. ― suspira Valeria con la mirada perdida en el cielo.
― Yo también. ― le responde Martina, acariciando su mano.
― Y yo. ― confirma Amelia.
― ¿Creéis que nos ven? ― pregunta la pequeña.
― Espero que sí. ― le contesta la mayor, con esperanza en la voz.
― ¿Estarían orgullosos? ― la duda de Martina me sorprende, ¿cómo no iba a estarlo?
― Creo que sí. ― Amelia responde con cariño en sus palabras ― Las tres somos mujeres fuertes, independientes y espero que felices con lo que hemos decidido hacer con nuestras vidas. ¿No? ― sus dos hermanas asienten y yo no puedo más que sonreír al verlas seguras de sí mismas. Si pudiera les diría que por supuesto que estoy orgullosa de las tres ― Yo por lo menos estoy muy orgullosa de las dos. Cuando cuidaba de las dos no llegué nunca a imaginar, que esas dos enanas acabarían siendo dos adultas tan increíbles. Y siento no habéroslo dicho antes…
― Jo… ― Martina se emociona visiblemente ― Me vas a hacer llorar.
― Pues por mí ya estaría… ― remata Valeria, que ya ha roto a llorar ― Yo siento haber estado tan ausente. El trabajo me absorbe y yo me dejo absorber. Debí estar más con vosotras y con mamá.
― No digas eso. ― trata de calmarle la pequeña, siempre con una palabra cariñosa en los labios ― A mamá sabes que eso nunca le molestó. Sabía cómo éramos cada una. Y ahora estamos aquí las tres, de nuevo, haciendo esta especie de yincana testamentaria juntas. ― todas ríen con las palabras de Martina, siempre conciliadora y alegre ― Yo también estoy orgullosa de las tres y os quiero mucho. Por raro y loco que sea todo esto, reconozco que me está encantando.
Las tres están a gusto y sonríen, así que yo no puedo ser más feliz. Y la tarde se transforma en noche, pero ellas no abandonan el jardín, cobijadas bajo gruesas mantas, observando el cielo y dejándose calentar por el calor que todavía desprende el paellero. No puedo evitarlo y, sabiendo que no puedo, me aproximo y les intento dar un beso. No logro sentir su piel y aun así las tres acaban sonriendo, como si hubiera logrado hacerles cosquillas en las mejillas. A veces no podemos alcanzar lo que deseamos, pero quedarse cerca es un consuelo. Con eso me conformaré.
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Capítulo 8. – Pintando sobre los recuerdos
El tiempo se ha ido precipitando entre la agradable rutina y muchos momentos verdaderamente tiernos entre mis tres pequeñas. El último trabajo realizado entre las tres ha sido probablemente el más duro para ellas, que fue descolgar y retirar todas las fotos, para después repintar todas y cada una de las habitaciones. Ese ha sido el momento en el que Martina ha tomado la voz cantante, eligiendo colores y papeles de pared para cada estancia.
Mi pequeña siempre fue la más artística de las tres. Supongo que al final cada cual es única e irrepetible. En estos días no he dejado de observarlas y me doy cuenta cuán distintas son, pese a ser todas ellas hijas mías, criadas con las mismas normas y con la misma cantidad de amor, o sea todo el posible. Y pese a ello únicamente comparten el color verde de sus ojos, herencia de mi querido marido, y lo que yo entiendo como algo esencial, la bondad y la compasión. De hecho eso fue siempre lo que más me preocupó cuando las criaba. Me daba igual si se les daban mejor o peor las matemáticas o la literatura, para mí era mucho más importante que fuesen buenas personas. Y creo después de todo que cumplí mi misión con creces.
Igualmente Amelia acabó siendo una concienzuda abogada, cuyos principios le han granjeado una reputación tan intachable como dura. Ser la primera de las tres suele ser sinónimo de responsabilidad. Por otro lado Valeria siempre sería la del tesón. Pese a ser la segunda y tener mucho ganado, aprendió antes a hacerlo todo y rápidamente quiso destacar sobre su hermana, es por eso que acabó siendo una arquitecta tan notable y competitiva. Y estaba claro que Martina tenía que ser la que acumulase esa chispa vital de quien llega con todo a su favor, sin miedos y sin inseguridades de unos padres primerizos y con dos hermanas mayores que la cuidaban y le ensañaban todo lo que no le enseñaba yo. Martina creció libre y creativa como ella sola, lo que siempre me produjo cierta desazón, pues su vida fue y es un poco errática. Es la vida de quien quiere vivir lo que no se paga con dinero. Siempre me hizo feliz saber que disfrutaba de su juventud, pero ello la convirtió en la más ausente, constantemente viajando por medio mundo y experimentando sin miedo al mañana.
Es por eso que cada estancia de la casa lucirá con colores distintos, evocando diferentes rincones del planeta. Ha sido maravilloso verla organizar a sus hermanas, explicándoles con énfasis e intensidad lo que quería expresar con cada elección de tonos, según se tratase de África, Europa u Oceanía. Ha sido inspirador verla hablar de sus viajes, mientras hablaba de los matices luminosos o cálidos.
Pero lo más hermoso para mí se ha producido al final de este primer día, cuando las tres han terminado agotadas desplomándose en el salón, con sus cabellos y sus ropas todavía con rastros de pinturas de diferentes colores. Y se ha vuelto a producir ese bonito instante en el que las tres se han quedado en silencio, disfrutando del crepitar de la chimenea. Es tan agradable compartir estos instantes como si estuviese realmente a su lado, que merece la pena todo este jaleo que he montado, sobre todo cuando piensan en mí y lo comparten entre ellas;
― ¿No tenéis la sensación de que mamá todavía está aquí? ― Valeria lanza la cuestión al aire, con la mirada perdida en las llamas danzarinas.
― Todos los días creo que la escucho o que la siento. ― responde Martina con una sonrisa tristona, mientras se acurruca en el regazo de su hermana mayor.
― Seguro que sí, cariño. ― Amelia le abraza fuerte, ejerciendo de mí de forma hermosa.
Mis niñas… si vosotras supierais.
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Capítulo 9. – Huellas del pasado
Han pasado cuatro días de canciones resonando por toda la casa, mientras los brochazos de luz y color impregnaban las paredes de cada estancia. Han sido jornadas maravillosas con las tres cantando, bailando y a ratos lanzándose pintura entre sorpresas y carcajadas. Ha sido hermoso. En un momento dado han hecho una parada para el almuerzo correspondiente y Amelia ha recordado aquella vez que, ya fallecido su querido padre, les propuse algo parecido a lo que les he pedido ahora.
― Todavía lo recuerdo como si fuese hoy mismo. Tú tendrías unos 6 añitos… ― le dice a su hermana pequeña con una sonrisa de melancolía en los labios ― Estábamos todas muy tristes y entonces mamá decidió que había que pintar toda la casa.
― ¿Y eso? ― pregunta Martina confusa.
― Pues supongo que como ahora, lo hizo para que desconectásemos de todo. Mira ven. A ver si recuerdas esto. ― entonces se levanta y se va junto a sus hermanas hasta el pequeño trastero que hay debajo de la escalera principal y, tras apartar unas cajas, descubre un secreto guardado por muchos años, que incluso yo desconocía ― Sabía que seguirían ahí.
― ¿Esas huellas son nuestras? ― pregunta Martina, incrédula.
― Esa pequeña es la tuya y esas dos las de Valeria y la mía.
― Ya ni me acordaba… ― exclama la mediana, con sorpresa.
Las tres se aferran las unas a las otras, observando ese minúsculo detalle del pasado y yo a su lado con una emoción incontenible. Esto no lo borréis, por favor. Les susurro sabiendo que no me escuchan, pero deseando que sientan lo mismo. Mis pequeñas se han vuelto a unir con una mirada en el pasado y otra en el presente.
― ¿Esto también vamos a taparlo? ― pregunta entre emocionada y preocupada Martina.
― No. Esto no… ― le confirma Amelia, decidida.
Las tres coinciden y yo me lleno de emoción queriendo creer que mi voz, como un sentimiento flotante e inspirador, ha llegado hasta ellas. Ahora la casa luce con todas sus puertas y ventanas abiertas, mientras fluye el olor a pintura fresca y a renovación vital. Entonces el timbre suena y las cuatro salimos abruptamente de nuestro estado contemplativo. Es Gregorio Bonmatí.
Ha llegado el momento. Ellas no lo saben, pero todavía guardo una pequeña y algo controvertida sorpresa antes de marcharme definitivamente de su lado.
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Capítulo 10. – La última sorpresa
Mi querido albacea ha sido muy breve y de nuevo educado y respetuoso, como en todas las ocasiones a lo largo de este mes en las que pasó por aquí para comprobar que se iban cumpliendo mis peticiones. De hecho, tras comprobar las reformas en la casa y felicitar a las artífices de las mismas, les ha hecho entrega de un sobre y se ha despedido, sin acaparar más atención de la necesaria y con una frase, que ya ha dejado abierta la puerta a una cuestión inquietante; “Cualquier duda sobre lo que vuestra madre expuso en su última voluntad no dudéis en preguntarme. Tengo todos los datos al respecto.” Y sin más ha desaparecido, cuando sus palabras todavía flotaban en el ambiente y sembraban una nueva duda.
Las tres se han reunido frente a la vieja chimenea, que desprende su habitual y agradable calidez, necesaria en este extraño y fresco día de primavera. Se observan en silencio sin querer hacer movimiento alguno, hasta que Valeria se decide a tomar las riendas y atacar ese objeto rectangular.
Las observo sin poder evitar el nerviosismo y las cosquillas, que me produce saber lo que ellas todavía ignoran;
― “Queridas hijas mías … ― comienza a leer con cierto temor en la voz, mientras sus hermanas la observan ― … sé que lo que os pedí os debió resultar muy extraño y difícil, pero también sé que sois chicas listas y que habréis comprendido o al menos intuido cuál era mi intención. Siempre fui una mujer más dada a mirar hacia adelante y soy muy consciente de que el pasado puede ser un lastre, así que lo mejor es no aferrarse a él. ― la voz de Valeria comienza a quebrarse ― Es por eso que ahora ya sólo os queda avanzar, pero quisiera creer que a partir de ahora lo haréis unidas de nuevo. Yo confío en vosotras.”
― Mamá… ― murmura Martina emocionada, mientras me situó a su lado tratando de sentirla.
― Déjame. Yo seguiré. ― le dice Amelia a su hermana, rescatándola de la emoción que se ha aferrado a su garganta y a mi detenido corazón ― “Y ahora es cuando mamá os va a sorprender una última vez. Después de hablaros de dejar correr el pasado para centraros en el presente os tengo que confesar mi última maldad, aunque la haya cometido con la mejor de mis intenciones. ― las tres se miran confusas y la emoción se disipa para dar paso a la incertidumbre ― La verdad es que vendí la casa hace ya unos meses, bajo la condición de que los nuevos propietarios me concediesen una prórroga.
― ¿¡Cómo!? ― exclaman al unísono Martina y Valeria, interrumpiendo a la ya de por sí sorprendida Amelia. No puedo evitar sonreír al verlas tan desconcertadas.
― “Todo lo que os he pedido no ha sido para que olvidéis nada, sino para que recordaseis quienes sois, sobre todo estando juntas. En ese árbol, en ese huerto y en cada habitación de esta casa fuisteis hermanas y os quisisteis siempre con locura. La vida puede ser muy confusa y a veces nos separa o aleja sin que nos demos cuenta. Y eso fue lo único que me dolió en vida; veros tan distantes. Es por ello que os he pedido que os deshagáis del pasado juntas, para que os reencontréis. Y por eso mismo la venta de la casa servirá no sólo para dejaros algo de dinero, que siempre ayuda, sino para que otra familia cree aquí sus propios recuerdos, mientras vosotras avanzáis habiendo conectado de nuevo y queriéndoos como yo siempre supe que lo hacíais. Espero que no me tengáis en cuenta esta pequeña jugarreta que he urdido, lo hice porque os amo y os amaré siempre con locura. Mamá os querrá por siempre jamás…”
Y mientras mi mensaje se diluye en el ambiente algo sucede. Este es el momento. Me siento flotar mientras las observo. Las tres se miran desconcertadas, pero la emoción es más fuerte y se funden un abrazo hermoso y cálido, que me produce una satisfacción sin igual. Es ahora cuando me debo marchar. Es ahora cuando mis pequeñas se quedan solas de verdad. Y de alguna forma que no sabría explicar, no me quiero marchar, pese a saber que voy a un lugar mejor.
Entonces las tres se giran hacia donde estoy y siento sus ojos sobre los míos. Sí, me miran. Y yo las miro a ellas. Y todas sonreímos henchidas de amor.
“Adiós, mis niñas. Mamá os querrá por siempre jamás.”
Fin.