Navidad es familia y reencuentros, sorpresas e ilusión. Estas son las premisas que encontraréis en el nuevo relato navideño de Agatha London, El Legado. Una historia que nos hará rememorar a aquellos que ya no están con nosotros y que tantos momentos bonitos han ocasionado a nuestro alrededor. Sin duda, se trata de una alternativa muy destacada para pasar nuestra Navidad.
Capítulo 1.
No eran nuestras primeras Navidades allí, aunque quedaban ya muy atrás, cuando éramos niños e íbamos a pasar esa época del año con el abuelo. Sin embargo iban a ser las últimas.
En su testamento, papá había dado orden al albacea de vender la casa de Asturias. Lo que nos hizo decidir, a mis hermanos y a mí, pasar allí aquellas últimas Navidades y aprovechar para adecentar la casa.
Por circunstancias de la vida residíamos bastante alejados unos de otros. Luís era directivo en una importante empresa de Madrid, Alfredo era profesor en un colegio de La Coruña, y yo… Bueno, yo en aquel momento era madre de dos niños, divorciada y dueña de un restaurante que iba de capa caída en un pueblecito del Mar Menor.
Y ahí estábamos, los tres reunidos, en compañía de cuñadas y niños, en la finca familiar de los García en el concejo de Tineo. Una casona de piedra perdida entre campos y bosques, que, con todas las chimeneas y estufas prendidas para combatir la humedad, parecía que se alegrara de albergar por fin a algún ser humano, tras largos años de abandono.
Cada cual tenía su tarea. Como cocinera profesional me encargaba de las comidas con ayuda de mis cuñadas, y ellas de la logística de la casa durante nuestra estancia. Para esos días tenía pensados varios menús navideños, como el cordero al horno que solía hacer el abuelo, aunque nunca conseguí que me saliera como a él.
Mis hermanos pasaban la mayor parte del tiempo revisando la casa palmo a palmo y decidiendo lo que era para tirar o para dejar; o para repartir entre nosotros si lo queríamos. Yo me unía a ellos los ratos que podía.
Y los niños, por su parte, disfrutaban como nunca les había visto. Iban al bosque a hacer cabañas o jugar a historias que inventaban. O a coger musgo y material para poner el Belén, o buscaban “tesoros” en el huerto con un detector de metales que había traído el mayor. Para cuando oscurecía siempre estaban rendidos. Hasta el momento habían encontrado varias chapas de refresco herrumbrosas, dos monedas de Fernando VII y una de Alfonso XII, algunas balas de la Guerra Civil, envoltorios de papel de plata, algún que otro botón, media herradura, un cencerro, y una llave pequeña que parecía ser de algún armario o cómoda. La probamos en diversos muebles, pero no encajó en ninguno y nos olvidamos de ella enseguida.
Para darle el toque Navideño a la casa, Alfonso y Luís cortaron varias ramas de pino y simularon un árbol de Navidad atándolas juntas y colocándolas en una maceta con piedras. La estancia se perfumó de fragancia de pino y tierra húmeda. Y todos, mayores y niños nos dispusimos a decorarlo con el mismo entusiasmo infantil.
Capítulo 2.
Localicé en el desván los adornos para que los niños decoraran la casa. Algunos eran muy antiguos, y al desenvolverlos del papel de periódico que los protegía desprendían un olor especial, que me traía recuerdos de otras navidades de mi infancia. Todavía quedaban intactas cinco bolas decorativas de cristal y las colocamos en el improvisado árbol junto con el espumillón y resto de adornos.
Protegimos el taquillón del salón con periódicos y plásticos para que pudieran colocar encima el Belén. Los niños habían estado toda la tarde recolectando ramitas, cortezas, musgo, piedras y tierra para componer el paisaje, y lo poblaron con todos los personajes y casitas que fueron desembalando. El resultado final fue un diorama de lo más variopinto en el que algún que otro pato era más grande que los pastores, y las figuras de plástico se alternaban con las de barro cocido pintadas a mano, algunas de ellas medio rotas y con desconchones.
Más tarde Alfredo encontró una caja que contenía varios álbumes y fotografías sueltas, la mayoría en blanco y negro o sepia, y algunas con inscripciones de cuidada caligrafía en las esquinas. Pero también las había en color, desvaído por el tiempo, de cuando nosotros éramos pequeños.
—Mirad esta —dijo tendiéndonos una que tenía los bordes como un sello.
—Es la abuela Isabel —dijo Luís—. Casi no la recuerdo porque murió cuando yo era muy pequeño. Tú eras un bebé, Alfredo, y Maite no había nacido.
En la fotografía aparecía una mujer ataviada con un vestido formal y elegante con falda de tubo, llevaba un collar de perlas en el cuello y unos guantes doblados entre sus manos. Un sombrero a juego adornaba su cabeza. Apoyada sobre una falsa barandilla de estudio fotográfico, parecía mirar con serenidad algo que había a lo lejos.
—Qué elegancia y “saber estar” desprende, ya no se ven mujeres así —observé.
—Sí, era toda una señora. El abuelo la conoció en Madrid, cuando era chef. No se mucho sobre ella, excepto que era buena y cariñosa, y de buena familia. Por lo visto a sus padres les costó aceptarle.
—Deberíamos enseñar esas fotos a los niños —sugirió Alfredo, asomándose desde detrás de nuestros cogotes.
—¿Tú crees que les va a interesar un ápice?
—Bueno, de momento hemos conseguido que se olviden de sus móviles, tablets y nintendos, ¿no?
Era cierto. Aquel lugar parecía obrar una magia especial, ofreciendo entretenimientos que los niños no podían conseguir en casa. Nosotros mismos habíamos jugado allí a juegos que muchos de nuestros amigos de la gran ciudad no podían ni soñar.
Capítulo 3.
Pasamos parte de la tarde en corrillo frente a la chimenea, compartiendo las fotografías antiguas, viajando a distintos momentos del pasado que explicaban la historia familiar.
En tiempos de mis bisabuelos, la casa producía sidra, verduras y otros alimentos que se vendían en la región. El abuelo Francisco ayudaba en la granja y en la cocina. Como se le daba bien cocinar decidió buscar fortuna en la gran ciudad y se trasladó a Madrid. Fue cocinero en los trenes de larga distancia de la línea de ferrocarril y después en el Hotel Ritz, donde se labró buena reputación y conoció a la abuela Isabel. Tuvieron a mi padre y mi tío Alfredo, que se marchó a Brasil y cuyo nombre pusieron a mi hermano.
Papá y el tío, al igual que hicimos nosotros después, visitaban la casa asturiana en vacaciones donde aún vivían algunos familiares del abuelo. Poco a poco la casa fue quedándose vacía, excepto por una hermana del abuelo, la tía abuela Rosa. Cuando el abuelo se jubiló regresó a Asturias a vivir hasta el final de sus días con su hermana en la casa familiar. Durante nuestra infancia íbamos a verles con papá y mamá. Pero una vez murieron los dos y nosotros nos hicimos mayores, las visitas a la casa fueron siendo más anecdóticas.
Había un retrato muy antiguo donde se veía al abuelo, bastante joven, con sus hermanos frente a la casa. En otras fotografías ya era adulto y en algunas aparecía con la abuela Isabel. Otras eran sólo de ella. Retratos de fotógrafo, como la foto que habíamos comentado antes, firmadas con inscripciones como: “Para mi querido Francisco” o “Con cariño de tu Isabel”.
Había fotos, aún en blanco y negro, de papá y el tío Alfredo de niños, correteando por el huerto, cepillando una vaca, persiguiendo gallinas o cogiendo manzanas, en compañía del abuelo o algunos de sus hermanos.
Y unas cuantas más, en ese color desvaído hacia el amarillo o el rojo de las fotos viejas, de papá y mamá con nosotros en la casa familiar, disfrutando del verano o las Navidades. Poniendo un columpio en un árbol, bañándonos en barreños al sol, haciendo muñecos de nieve, jugando con un perro, volando una cometa… Y en muchas de ellas aparecía el abuelo, ya bastante viejo, que siempre andaba cerca cocinando o trajinando en la huerta, y la tía abuela acompañando a mamá con labores de costura.
Tres generaciones en imágenes en sepia y color desfilaron ante nuestros ojos llenándonos de añoranza, y estrechando lazos con los componentes más jóvenes de la familia, que parecían encantados de escuchar todas esas historias .
Capítulo 4.
La víspera de Navidad, dejé todos los ingredientes preparados en la cocina para la gran cena, y pasé la mañana junto a mis hermanos revisando la casa y desenterrando más recuerdos. Estuvimos bastante entretenidos, separando en diversos montones las cosas útiles de las desechables.
Como en un cuento de hadas, aquel día cada uno de nosotros dio con un objeto que parecía encajar con su persona. Luís quiso quedarse con un reloj de mano que había sido del bisabuelo. Era clásico y elegante, con una cadena para colgarlo del bolsillo de un chaleco; el tipo de objeto que elegiría una persona como Luís. Alfredo encontró un libro antiguo de cuentos y fábulas con unas ilustraciones exquisitas, que le iba que ni pintado para enseñarlo a sus alumnos. Probablemente había sido del abuelo, o de su hermana.
Y yo encontré el más maravilloso tesoro de todos. Se trataba de un cofre de madera cuadrado, del tamaño de una caja de zapatos
—¿Qué será esto? —me pregunté en voz alta al sacarlo del interior de una cómoda cuyo cajón se atascaba un poco. El cofre tenía una pequeña cerradura y los tres pensamos lo mismo a la vez: “¡La llave que encontraron los niños!”.
Fuimos corriendo a probarla y encajó como un guante. En su interior encontramos un montón de fichas escritas a mano, eran recetas del abuelo, ¡incluso estaba la receta del cordero al horno! También había varios sobres pequeños con semillas en su interior: lechugas, calabazas, calabacines, acelgas…
—Parece que esto deberías quedártelo tú, Maite —dijo Alfredo.
—¿Pero por qué estaría el cofre en ese mueble y la llave enterrada en el jardín? No dejaba de asombrarme la extraña coincidencia de haber encontrado en esos días las dos piezas de aquel puzle.
—A saber, igual se le cayó de un bolsillo… —dedujo Luís—. Nunca lo sabremos, y la vida está llena de misterios sin resolver. Pero parece que haya estado ahí, aguardándote todo este tiempo. ¡Un regalo de Navidad perfecto!
—¡No podéis imaginar lo mágico que es! Mi restaurante no marcha bien, quizá esta sea la inspiración que necesitaba. Le daré un nuevo aire entorno a la historia del abuelo, haré menús con sus recetas, y con las semillas podría poner un huerto urbano en el patio de atrás. Pero lo que más me emociona es la idea de llevar conmigo toda esta historia de una tierra a la otra, de Asturias a Murcia.
—La tierra de nuestros antepasados corre por nuestras venas. Da igual lo lejos que estemos, o lo diferente que sea el lugar —apuntó Alfredo dándonos un abrazo.
La cena de Nochebuena fue un éxito total, siguiendo la receta del abuelo con sus toques especiales, y le dimos el broche de oro con un sonoro brindis salpicado de sidra: “¡Por los García!”
Entonces mis cuñadas sacaron una caja de cartón que habían encontrado y guardado en secreto, justo para ese momento. Panderetas, tamboriles y zambombas fueron a parar a nuestras manos para acompañar una buena sesión de villancicos:
“Ande, ande, ande, la Marimorena,
Ande, ande, ande que es la Nochebuena”
5 comentarios
Estupendo relato. Deseando seguir leyendo.
Esperando con entusiasmos el segundo capítulo..!❤❤
Muy bueno, y integrante.! Espero los restantes capítulos a ver que piensan los niños..☺☺☺
Qué bonito y tierno.Me encanta.Espero con ansiedad el próximo capítulo.
Me encanta!