El Arenal de L´Albufera

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En estos tiempos que corren, buscar nuevas distracciones y cosas que nos llenen es algo primordial. Es por ello por lo que nosotros os queremos ayudar y hacer esta espera más amena.

Volvemos con una nueva entrega de nuestros queridos relatos, esta vez de la mano de Narciso Martín H, con una obra llamada El Arenal de L´Albufera. Una historia que os emocionará y os evocará a esos momentos tan bonitos que viven en nuestros recuerdos.

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Capítulo 1.

La vida es un surco en la arena del tiempo, que siempre queda atrás y que solo se dibuja mientras avanzamos. Este se extiende a nuestro paso, quedando siempre la incógnita de cuál será su final. Pocos son capaces de parar, girarse y observar esa extensa línea vital y reflexionar sobre la forma que ha ido tomando. Aquellos que lo hacen son los verdaderos dueños de su destino. Por desgracia esta labor compleja de retrospectiva y análisis existencial nos suele llegar cuando las hojas del otoño comienzan a caer en nuestro interior. No es el caso de Marc quien, a sus treinta y ocho, ya había realizado esa profunda tarea, llevado sin duda por un profundo sentimiento de vacío que, sin explicación alguna, llevaba ya un tiempo robándole el sueño.

Marc era un avezado ingeniero cuya carrera había sido muy exitosa y de la cual, pese a todo ese éxito y reconocimiento, hacía tiempo que había renegado. En parte porque su cuerpo le pedía un tiempo sabático, tras varios años de trabajo incesante y agotador y en parte porque algo le decía que su lugar en la vida era otro. Ello le hizo tomar una drástica decisión; vender sus casas de Ámsterdam y Madrid, y echarse a la carretera en una vieja aunque impresionante motocicleta; su por siempre amada Harley. Por suerte ninguna atadura sentimental le obligaba a permanecer allí donde quiera que le hubieran contratado. Esa es la única fortuna de los solitarios. Son aquellos cuyo corazón no tiene ancla ni raíces y por ello pueden dejarse llevar por el viento que sopla bajo sus alas. Así que sin pensarlo mucho más cogió su moto, una mochila y sus rizos al viento y decidió ver mundo sobre dos ruedas. Las semanas fueron deslizándose por el calendario, sin prisa pero sin pausa y un día cualquiera  se percató, entre sorprendido y reconfortado, que aquella loca andadura suya se había demorado por más de diez meses. Hasta el momento ya había visto media Europa y decidió regresar a su querida península ibérica, donde la calidez y el sol parecían no escasear nunca o al menos no tanto, algo que cualquier devorador de asfalto agradece. Al emprender la ruta de regreso a España pasó primero por el norte, haciendo el mítico camino hasta llegar a Santiago de Compostela, después descendió por la costa de Portugal, delineando cada kilómetro de costa hasta llegar al sur andaluz y por último llegó hasta la provincia de Murcia. Fue entonces cuando un extraño sentimiento comenzó a crecer en su interior y a presionarle el pecho, sin ser capaz de identificar qué era. Solo sabía que se parecía a aquel que le arrancó de su plácida y aburguesada vida y que le había arrojado a la carretera de la vida de nómada de las curvas.

Sentado en una roca negra como la noche, Marc disfrutaba de los rayos de un sol que anunciaba la cercana primavera, pese a estar todavía en un insensible febrero. El lugar era el parque natural de Calblanque, entre el Cabo de Palos y Portman. La vieja y rugiente sportster reposaba silenciosa a pocos metros en el arcén de aquella carretera poco transitada, aunque todavía se escuchaba el crepitar del motor y de los cilindros candentes, que se iban enfriando con la fresca brisa. Mientras tanto Marc se deleitaba con un breve momento de paz, dejando que sus cabellos ensortijados se aireasen, danzando y embriagándose de salitre. Debería regresar a casa… fue su primer pensamiento claro en todo aquel tiempo. Y el segundo fue¿pero a dónde? 

No era una pregunta baladí. Su hogar fue durante muchos años Madrid, mientras se preparaba para ser alguien, pero también lo fueron Holanda y Bruselas, durante los últimos siete años. En todo aquel tiempo se construyó toda una carrera  y un proyecto de vida, que por aquel entonces parecían ya solo un recuerdo en forma de espejismo difuso. Más de quince años de trabajar y medrar, de luchar por conseguir algo  y que, llegado el momento, no le resultó tan importante como él creyó que sería. Es sin duda un mal común para muchas personas que luchan sin descanso por una meta la cual, una vez alcanzada con el mayor de los éxitos y orgullo, resulta no ofrecer tanta felicidad como debiera. El motivo es sencillo; el destino no puede ser escrito por manos humanas. Esos trazos y dibujos solo pueden ser esbozados por otra cosa, algo distinto… ¿El qué o quién? No se sabe, pero dibujar una meta y alcanzarla, no es siempre la respuesta a la tan ansiada felicidad, pues esta solo llega cuando debe llegar, ni antes ni después.

Por esa misma razón Marc llevaba tiempo meditando sobre dicha cuestión y comprendió que ninguno de aquellos lugares era en realidad su destino ni su hogar. En lo más profundo de su ser no los sentía como tales. La respuesta a esa cuestión era tan clara como extraña para él, pues un solo rincón del mundo parecía ser el que su corazón sentía como su verdadero hogar. Decidido y llevado por un cálido impulso interno se calzó sus botas, se levantó, sacudió sus desgastados vaqueros y arrancó la Harley. En su rostro enrojecido por el sol, se podía distinguir un semblante distinto. Hacía casi una vida y también unas escasas horas era un hombre sin rumbo, un hombre errante en su motocicleta, que se alejaba a base de kilómetros de cualquier raíz o recuerdo, en cambio en aquel preciso instante, se acababa de convertir en algo diferente, en una persona con un destino, en alguien que regresaba… 

Hoy volveré a casa. 

Volveré a l’Albufera… al Arenal…

 

Capítulo 2.

La carretera se diluía bajo los fogosos neumáticos de la sportster, mientras Marc disfrutaba de cada metro de asfalto y de cada curva como si fueran los primeros. El paisaje era idílico y, para disfrute del joven piloto, iba intercalando tramos de costa, arena y acantilados con montañas, pinares y pequeños pueblos. El viento frío jugaba con la piel y a ratos se tornaba más cálido para después volver a helar. No fue difícil disfrutar de una última etapa como aquella, tanto fue así que Marc rebajó las revoluciones del motor y saboreó los últimos kilómetros a velocidad de crucero. Ya podía sentir el hogar un poco más cerca. 

A su mente llegaron diapositivas en tonos sepia de una infancia que le resultaba muy lejana, más incluso de su distancia real. A penas eran destellos, pero lograron provocar en su pecho unas pocas respiraciones de menos y en su corazón unos cuantos latidos de más; lagos como espejos brillando al amanecer, arrozales mecidos por el viento semejando una marea verde, las manos grandes y rugosas de su abuelo dejando caer un hilo de granos de arroz secos, la arena de la playa bajo su bicicleta con ruedines, una cazuela de barro humeante, con aromas a mar y huerta, y así una constante ráfaga de imágenes acompañadas de sensaciones y emociones, que lograron robar la belleza del camino para apropiársela de forma más que merecida.

Era curioso que Marc no hubiera vuelto a aquel lugar tan cargado de vida y de pureza. La razón era sencilla; la propia vida a veces decide por nosotros. No todo lo que hacemos es elección nuestra. En ocasiones las circunstancias no dejan muchas opciones. Ese fue el caso de Marc que, pese a crecer enamorado de aquel rincón del mundo, tuvo que seguir la estela de su madre y después la suya propia. Su madre consiguió un buen trabajo en Madrid al que no podía renunciar y, al hacerse él mayor, sus estudios le anclaron definitivamente en la capital. Sin saber muy bien cómo ni por qué, aquel pedazo de tierra húmeda del levante se convirtió rápidamente en un recuerdo, demasiado difuso para comprender nada y al cual jamás regresó, más allá de en sueños. 

Tras unos cuantos kilómetros el camino comenzó a resultarle familiar, pese a estar claramente distinto, aun así había algo en el aire, en la vegetación e incluso en la luz que le hizo sentir una proximidad casi familiar, al recorrer aquellos tramos de carretera. Aquel lugar tenía algo mágico, pues entre curvas y juegos con la costa, el camino volvía a parecer de nuevo de pura montaña, cuando en realidad el mar quedaba a tan solo unos pocos metros. Y es que aquella carretera se retorcía inquieta y traviesa.  Acaba de comenzar el mejor recorrido de la ruta. No había océano y aun así había mar, uno tranquilo y casi inmóvil. Era la maravillosa laguna de l’Albufera. La dinámica marina y los vientos de la zona habían ido modelando aquel inmenso campo dunar en la Devesa, que avanzaba paralelo a la línea costera. Los pinos carrascos se extendían y se mezclaban con lentiscos, coscojas, palmitos y un largo etcétera de tonalidades forestales. Estaba ya muy cerca de su destino final y pese a ello Marc sintió la necesidad de detenerse, ni que tan solo fuera un minuto, para visualizar por primera vez en casi treinta años, tal regalo para la vista. 

Tomó una salida empedrada y en cuestión de solo veinte metros se topó justo de frente con la primera de sus diapositivas del pasado. Era un arrozal anegado. Una inmensa piscina que se extendía hasta acariciar la siguiente y esta a su vez a otra y a otra, que de seguro alcanzaría el inmenso marjal de l’Albufera en algún punto. La estampa quitaba el aliento y erizó la piel de Marc, que sin saber por qué, sonrió. No recordaba lo hermoso que era este lugar pensó para sí mismo. Y es que siempre se dice que la memoria tergiversa hechos o imágenes y los edulcora para que todo resulte más bonito de lo que en realidad fue, pero en ese caso fue justo al contrario. La belleza de aquel rincón superaba con creces cualquier vago recuerdo que pudiera haber conservado con cariño.

Tras aquel pequeño parón de pura naturaleza e inspiración, Marc recorrió los últimos tres kilómetros, los más enrevesados, lejos ya del tráfico habitual y casi de forma instintiva llegó la pequeña casa que, pese a tenerla perdida en la memoria, jamás pudo olvidar. Resultó relativamente fácil de encontrar, gracias a una serie de pequeños detalles que parecían haber perdurado en el tiempo y en su mente exprofeso; las dos palmeras peleadas seguidas de las dos enamoradas, el pequeño puente que comunicaba dos campos sobre la acequia y los hitos. Al verlos se detuvo un segundo. Supo entonces que iba bien encaminado. Las apachetas del abuelo… pensó. Para llegar solo debía seguir las siete apachetas; unos promontorios de piedras a modo de rústicas pirámides de no más de sesenta centímetros de altas, que marcaban el camino. Su intuición se confirmó al ver a lo lejos la barraca, menos lustrosa que antaño, pero igual de hermosa. El camino se estrechó entre dos inmensos arrozales y un cartel, sujeto más por obstinación que por firmeza, indicaba el nombre de la finca, Arenal Giner. 

El sonido de la motocicleta cesó y las aves, espantadas por tan inesperado rugido, regresaron a su chapoteo ocioso, ya más tranquilas. La mirada a la pequeña edificación de adobe y techo puntiagudo a dos aguas hecha de barro, mansega y senill, entretejidos sobre un entramado de cañas, devolvió a Marc otra de esas diapositivas a su mente. Era de él asomado a una de las ventanas de la estrecha planta superior y observando el agua de los campos anegados en el invierno, rodeándole por todas partes, como un mar inmenso y pacífico. Entonces, allí de pie, contemplando un fragmento del ayer resistiendo contra todo pronóstico, se produjo un evento inesperado, aunque mucho más emotivo que observar unas piedras y unas cañas aguantando el paso de los años.

De detrás de la casa surgió, como un espejismo que poco a poco iba tomando forma, la silueta encorvada pero recia de un hombre. Este acudió al encuentro del motero, que había llamado su atención con el bramido del motor clásico. Eran las cuatro de la tarde y era evidente que el anciano estaba reposando la vista en la parte trasera de la barraca, al sol de la tarde y cobijado de la fría brisa que se adentraba en la planicie proveniente del mar. En su rostro se dibujaban décadas de trabajo en el campo. Su tez, acariciada por cientos de soles, jugaba entre el marrón oscuro y el violeta y los surcos de su piel se podían contar por docenas. A las buenas tardesbonito hierro dijo el viejo, que sonreía y se calaba la boina que llevaba en las manos. Muchas gracias. Es toda una reliquia, pero funciona de maravilla Respondió Marc sonriendo, sin saber bien cómo reaccionar o qué decir. Era un momento muy especial para el cual no se había podido preparar. Ay… sin duda este es su lugar entonces… las reliquias aquí somos bien recibidas… Ambos rieron y entonces Marc se aproximó al hombre, que entrecerró los ojos, tratando de analizar al desconocido. Las dudas jugaban en su vieja mente, pero sería el comentario que el joven pronunciaría a continuación lo que acabaría por descolocar al anciano y le sacaría de esa plácida calma contemplativa en la que estaba sumido hasta hacía unos minutos. No sabe quién soy, ¿verdad?

El viejo se acercó hasta estar cara a cara con el recién llegado y lo observó más concienzudamente. Marc mantuvo su sonrisa, entre los nervios y la emoción, sin poder estar quieto atusándose los rizos. Pese a que la sorpresa para el señor que le escrutaba iba a ser grande, la de Marc también lo había sido ya. Era una escena que no imaginaba vivir, por muchos motivos. El anciano sintió esa dulce frustración del olvido, pero no quería rendirse. Ay… hace tiempo que ya no sé quién es nadie… a veces ni yo mismo… Protestó por el maltrato del tiempo a su mente, mientras no cejaba en su empeño. Pero la verdad es que… tienes un aire a mi pequeña, la Amparito, pero… si eso fuera cierto… Hizo entonces una pausa, una muy profunda y reveladora. Su rostro cambió y fue cuando pronuncio unas enigmáticas palabras. Si eres… tú… significa que la tradición… el augurio… son ciertos… 

Aquellas palabras todavía viajaban en el aire, entre dilemas y sospechas, cuando Marc abrió los ojos de par en par sin poder contenerse más. Abuelo Ricardo, soy el Marc, el hijo de la Amparito… Tras decir aquello, el anciano dio un pequeño respingo, buscando la verdad en aquella afirmación y, tras unos segundos de mucha reflexión y de lidiar contra sus negaciones y supersticiones, sus ojos se enrojecieron y entonces una tierna sonrisa, algo trémula, se dibujó en su castigado rostro. ¿El Marc? Pero no… no puede ser… estás… El anciano se emocionó visiblemente. Su voz vibraba y sus ojos se encharcaron. Estás hecho todo un… todo un hombre… Y ambos se fundieron en un emotivo abrazo, que se prolongó por un buen rato, en el que el tiempo pareció detenerse e incluso retroceder.

Fue hermoso y extrañamente breve. Tras tanto tiempo sin verse, la emoción del reencuentro convirtió aquellos minutos en apenas dos pestañeos, devolviéndoles a un pasado más sencillo y a todas luces mejor. Tras unas risas amortiguadas por los cuerpos y algún sollozo de dueño indeterminado, Ricardo apartó unos centímetros a Marc, pero sin soltarlo y entonces, con una mueca de satisfacción mezclada con emoción, dijo:

Ya creí que no vendrías.

¿Acaso me esperabas?

En realidad no… pero sí…; Mi abuelo me dijo que… que la tercera generación siempre ha de regresar a l’Albufera… y aquí estás.

 

Capítulo 3.

Tras el emotivo y sorpresivo reencuentro, nieto y abuelo se dirigieron con paso lento hacia la barraca. Lo que en aquel lugar habían compartido era más trascendente de lo que Marc hubiera imaginado y en su interior se produjo una intensa mezcla de sensaciones, entre la incredulidad y la alegría. Para él todo aquello fue más de lo que hubiera podido esperar, pues ya dudaba si encontraría el chamizo en pie, así que mucho menos a su abuelo, que rondaba ya los noventa y muchos. Y para el anciano, aquella fue algo más que una visita inesperada. Al igual que sucede en todas las familias, en la suya también se cocían habas, pero había algo más tras los problemas con su hija, la madre de Marc. Algo que le hizo sorprenderse por la coincidencia y no por la aparición en sí del nieto perdido. El pobre hombre ya había perdido la esperanza de ver retornar a la tierra de sus antepasados a algún descendiente. El legado y la tradición parecían ya abocados al olvido y al abandono más absoluto. Y es que el pasado siempre tiene pequeñas manchas, que acaban enturbiando lo que debería ser siempre un paseo entre recuerdos de rosas y jazmines.

Conforme entraron en la casa, el pasado golpeó de lleno la mente de Marc. Estaba todo exactamente como lo recordaba. Incluso el aroma que desprendía su interior era el mismo. Tanto fue así que cerró los ojos y juraría que escuchó la cazuela de su abuela bullendo en la cocina. Era una mezcla de olores entre ajo, laurel y romero. Era un perfume de tiempo embriagador que abstrajo a Marc de cualquier otro pensamiento y lo secuestró emocionalmente. Está todo igual, abuelo Dijo mientras echaba un vistazo a su alrededor. La misma sensación que le sobrecogía de pequeño, volvía a él. La idea de que la barraca era mucho más grande, profunda y cálida de lo que parecía por fuera, como el producto de un extraño encantamiento. En el interior todos los detalles eran pura historia de la familia; retratos en blanco y negro, muebles casi tan viejos como la propia casa y un pequeño caos de trastos que, de una peculiar manera, conformaban un perfecto equilibrio y una sensación de hospitalidad y paz únicas.

Una vez superado el primer impacto de ese ayer conservado en formol y romero, la conversación se produjo de una forma natural y prolongada, mientras las horas se sucedían como el fluir de un río, constante y pausado. El abuelo estaba ávido por conocer qué había sido de la vida de su único nieto. Cuando este le contó lo increíble de su periplo personal y profesional, el anciano demostró una emoción y orgullo incontenibles al ver la grandeza en su propia sangre. Curiosamente para Marc ese aparente éxito no era tal. Negó con la cabeza los elogios del anciano, mientras observaba todos los detalles a su alrededor. Llegó entonces a una conclusión reveladora; Prefiero estar aquí, donde la vida me resulta más apetecible, donde respirar no me cuesta trabajo y donde cada bocanada que doy me alivia el alma… 

Entonces llegó el momento del abuelo, que no cesaba de mirar su reloj de pulsera. No había prisa, no debería, pero algo le aguijoneaba, aunque Marc no se percató de ello. El anciano relató cómo habían sido los últimos veinticinco años, los cuales habían pasado como un suspiro y dos pestañeos. Aún así… la vida fue generosa conmigo, desde mi juventud hasta hoy… desde que mis pies pisaron esta tierra todo pareció mejorar Cuando se instaló allí continuó con la labor de su propio abuelo, la misma que sintió como suya en el mismo momento que sintió entre sus manos la tierra embarrada y llena de vida de los arrozales. Después el marjal le proporcionó todo lo que podría haber necesitado, todo para no tener que abandonarlo nunca, como si de una fuente de los deseos se tratase; un trabajo en el campo, una mujer y una familia. Logró una vida y sobre todo una robusta salud para disfrutarla. Y así, de repente, cumplió ochenta y nueve años y estaba de nuevo solo y aguardando un imposible, uno que acababa de volverse real.

Marc, que escuchaba ávido toda la historia, le preguntó por la abuela Flora y entonces su abuelo se emocionó visiblemente, tomó aire y dijo: Ay, tu abuela… mi Florecilla… falleció ya hace doce años, se fue en paz y durmiendo… gracias al señor… Tras aquello el relato prosiguió con algo más de dificultad a partir de aquel capítulo. Sus dos hijos varones siguieron sus propios caminos, sin dejar descendencia y su hija Amparo también se había marchado… el relato se interrumpió y Marc percibió en su abuelo el dolor. Creía recordar algo, pero él era muy pequeño para ser consciente de la realidad. No obstante era una persona inteligente y sabía que algo sucedió, pues su madre a penas le habló de todo aquello, ni de sus años allí. Eso significaba algo

Entonces el anciano le pidió que salieran a tomar un poco el fresco y ambos fueron a la parte de atrás de la barraca. Allí el frío de la noche se amortiguaba y las estrellas parecían multiplicarse en los reflejos de los arrozales llenos de agua. Las emociones han sido muchas hoy y este viejo ya no está para muchos trotes La jornada, que había comenzado como todas las anteriores y sin visos de cambios en el horizonte, resultó ser toda una sorpresa inesperada, pero llena de felicidad. La conversación se tornó algo más densa y apacible, pero no por ello menos relevante. De hecho el señor Ricardo llevaba horas mirando el reloj por aquel mismo motivo. Aquel momento era importante para él. Para ambos.

Tras aquel último momento juntos antes de ir a descansar ambos se retiraron con mucho en lo que pensar. En la soledad de la estancia principal, Marc todavía no tenía sueño, no podía dormir después de lo que su abuelo le había revelado minutos antes bajo la luz de la luna, así que decidió salir a meditar sobre todo lo sucedido. Bajo la noche estrellada, su motocicleta parecía ya una reliquia que había encontrado su lugar perfecto entre los campos sembrados y el mar. Un mar que, pese a no verse, se podía escuchar cercano. El cielo y los arrozales anegados se fundían conforme la mirada se alejaba, dejando estrellas tintineantes por doquier.

Capítulo 4.

Febrero se marchó justo cuando daba comienzo el nuevo ciclo del arroz. El abuelo Ricardo acogió a Marc y le enseñó todo lo necesario para que este se pusiera a trabajar en los arrozales. Le transmitió todos sus conocimientos de la mejor forma posible. Durante los dos primeros meses del año se había vaciado el agua de los campos para empezar a fanguear. Se habían arado los campos y la paja del arroz que quedó del año anterior se mezcló con el barro, pudriéndose y creando un gran fertilizante natural. Marc se deleitó con las decenas de aves que poblaban aquellas zonas húmedas y que jugaban un importante papel en la preparación de los terrenos.

Llegó Marzo y principios de abril. Momentos de recogimiento en los que nieto y abuelo siguieron poniéndose al día, una tarea ardua e inconmensurable, pero sobre todo en los que Marc meditó largo y tendido hasta comprender que aquel lugar que sus antepasados habían conservado, podía ser mejor aprovechado. Era una tarea para la que se sentía verdaderamente preparado. Como si su presencia allí no hubiese sido aleatoria ni fortuita. Siempre que el joven hablaba de los nuevos planes, el anciano sonreía y asentía, algo que Marc agradecía aunque a su vez veía crecer cierto desasosiego por involucrarse en algo tan importante. Tranquilo, Marc… ya sabes que yo no soy ya dueño de nada. Ahora estos campos ya no son míos, siempre han sido, son y serán de la familia y ahora mismo tuyos. Debes de hacer con ellos lo que tú creas mejor. Es parte del legado y la tradicióncalmó así el abuelo al joven emprendedor. Mientras las semanas se sucedían y los proyectos de Marc se amontonaban en su ajetreada cabeza, la tierra descansó al sol hasta que estuvo bien cuajada. Después le siguieron jornadas de más faena, para darle la vuelta a la capa superior de los terrenos.

Llegó el final de abril y hasta mediados de mayo dejaron que el agua empantanada en los campos se calentase poco a poco. El abuelo Ricardo le contó a Marc que antiguamente, los últimos días de abril y las primeras semanas de mayo eran el momento de siembra, pero el clima siempre cambia y al igual que las técnicas. Hay que adaptarse, Marc… el agua solo puede permanecer estancada un tiempo, de lo contrario deja de producir y arruina la cosecha… nada permanece igual para siempre. La vida es cambio y los cambios siempre son buenos… Cada uno de aquellos consejos fueron recogidos por el joven como si se tratasen de tesoros etéreos. Mientras  germinaba al arroz al calor de la primavera Marc recorrió cada kilómetro del parque natural con su vieja Harley, deleitándose con las interminables balsas rectangulares, que conformaban inmensos espejos en los días claros y despejados, y que se tornaban danzarinas y agitadas cuando las lluvias de abril desataban su exuberancia.

Entonces llegaron Mayo, Junio y Julio, los meses de la abundancia. En el mes de Mayo, el tallo del arroz sembrado ya había crecido unos 30 o 40 centímetros, así que llegó el momento de arrancarlo y transportarlo desde el planter al arrozal, es decir a aquellos campos que habían pasado el invierno inundados y en los que las aves habían pasado los meses más fríos del año antes de volar rumbo a Europa. Fue el momento de mayor contacto con la tierra para Marc. Al sentir su cuerpo hundido en el agua y el lodo su presente se mezcló con su pasado y recordó ver a su madre y a su padre, junto a sus tíos, sus abuelos y otros plantadores, trabajando todos codo con codo,  trasplantado el arroz a mano. El ayer se mezclaba con su ahora y, aunque él se sirvió de los nuevos avances agrícolas, en algunos campos vecinos, la mayoría de menores dimensiones, pudo ver e incluso echar una mano a los grupos de plantadores que todavía lo hacían a la vieja usanza, colocando los manojos de tallos de arroz en línea recta, siempre andando hacia atrás para no pisarlos, creando una imagen geométricamente perfecta en los arrozales. Nada hay como el trabajo en la tierra, las manos húmedas y embarradas, la satisfacción del contacto con las raíces. La plenitud que Marc sintió en aquellos días era inconmensurable, solo comparable al momento de llegar a la barraca, donde le aguardaba su abuelo, y donde ambos cocinaban alguna deliciosa receta heredada; esgarraet, arroz a banda, paella, arroz del senyoret, arroz al horno, all i pebre, fideguá, cocas, arroz negro y así un largo etcétera de conocimientos culinarios transmitidos con cariño y tino. Marc vivió aquella etapa en un perpetuo agotamiento, pero con una constante sonrisa en el rostro, que bien merecía cada gota de sudor.

En cambio, en sus terrenos, mucho más extensos, ya no se realizaba aquella dura tarea, ya que la maquinaria actual les permitía plantar directamente en los arrozales a partir de mayo. El arroz creció sin problemas gracias al calor primaveral. En las noches estrelladas el abuelo Ricardo le contaba a Marc sobre los años en que no se utilizaban   herbicidas para acabar con todas esas malas hierbas que brotaban de forma natural, pues las arrancaban los propios agricultores hoz en mano. Mi abuelo me mandaba con la hoz y me pasaba jornadas enteras despejando la tierra, ahora en cambio… qué fácil lo tenéis todo, che… qué vidorra la vuestra… comentaba el hombre y se reían ambos, lanzando sus carcajadas hacia el silencio nocturno.

Fue entonces, justo antes de dar comienzo la temporada de la siega, cuando el destino volvió a hacer acto de presencia en la vida de Marc. Se encontraba dando uno de sus rodeos por el Palmar con su rugiente sportster, cuando estuvo a punto de caer a un arrozal. ¿El motivo? Quedarse observando a una joven. A veces el amor no nos encuentra sutilmente, sino que nos atropella. La chica en cuestión se encontraba fotografiando uno de los campos, que lucía con un tono verde intenso mezclado con tonos rojizos, producidos por la inminente puesta de sol. Fue de aquella forma tan fortuita y accidentada como Marc conoció a Mara, la pieza final de un misterioso puzle que ni siquiera él conocía.

Capítulo 5.

 
El verano llegó con su fuerza habitual en la costa levantina y con el calor llegaron también promesas de prosperidad. Dicho porvenir ya se estaba fraguando, incluso estaba escrito, aunque todavía no se podía observar su desenlace en el horizonte. Para Marc todo estaba tomando forma, mientras que la vida en los arrozales proseguía su rumbo habitual y la cosecha ya había dado comienzo. Secos ya los tallos, llegó el momento de la siega. De nuevo el abuelo Ricardo, al fresco de la noche de l’Albufera y viendo a su nieto disfrutando un rico vaso de horchata, recordó los años en los que toda aquella labor de la recogida se hacía a mano, con una hoz y horas y horas de segar bajo el imponente sol, que doraba y ahumaba su cuerpo. Afortunadamente la evolución mecánica había logrado grandes avances, evitando no solo trabajo sino también momentos complicados en el campo. Ay… qué recuerdos… Tú no imaginas las que pasábamos… Cuando la siega se alargaba y caían las típicas tormentas de septiembre nos cogían a medio cosechar y nos inundaban de nuevo los campos… entonces nos tocaba volver esperar a que se secase el terreno para poder reemprender la faena… eso sí que era un fastidio, sí… Relataba el anciano, dibujando una sosegada sonrisa entre sus decenas de arrugas.
Es cierto eso que dicen de que incluso los momentos difíciles lo parecen mucho menos con la distancia que otorgan los años. Incluso lo malo nos hará sonreír algún día. Tal vez signifique que aquello que tanto nos turbó no fue realmente tan malo… Una reflexión similar alcanzó a atisbar Marc al observar la imagen de aquel hombre, sentado al cobijo de la barraca heredada de sus antepasados, sin mayor lujo que el que le ofrecía la paz y en otro momento una rica y fresca horchata. Lo que darían muchos por algo así, sin si quiera saber que es eso lo que están necesitando… pensó para sus adentros, mientras su abuelo le observó y sonrió, como si le hubiese leído la mente.
A la par que lo hacía el arroz, también germinó un hermoso amor de estío. Al principio solo fue eso, al fin y al cabo es lo que son todos los amores de verano. Nada que parezca medianamente importante, pero que a la vez subyugan de tal forma que hacen perder el sentido. Son algo que no se espera y que después no se quiere dejar marchar. Aquel extraño sentimiento tenía a Marc flotando y siempre con unas cosquillas en el estómago que le hacían sonreír a cada instante. El anciano Ricardo no podía ser más feliz al ver disfrutar tanto de aquel lugar a su querido nieto. Entre los trabajos del campo, Marc sacaba tiempo de debajo de las piedras para descubrir los recovecos más secretos del marjal de l’Albufera de la mano de Mara. De esta forma ella podía hacer hermosas fotografías y él podía a su vez robarle entre instantáneas algún que otro beso.
Los días pasaban de la forma más placentera en la que puede pasar el tiempo, cuando una noche, estando nieto y abuelo observando las pilas de arroz ya separado de la espiga en uno de los sequers, o secaderos, tuvieron una de sus charlas. El sol ya era solo un recuerdo en la piel todavía caliente de Marc y la luna parecía aliviar cada una de esas marcas solares y a su vez atraía una agradable brisa fresca que provenía de las playas del Saler. Sabes, Marc. Estos meses han sido maravillosos, gracias a ti… Dijo el anciano, apretando la pierna del joven, que le miró y sonrió. Para mí también, abuelo. Jamás pensé que en un lugar tan tranquilo y tan sencillo encontraría todo lo que siempre había deseado. Tal reflexión no era baladí y ambos lo sabían, aunque cada uno por distintas convicciones y creencias. Era extraño y a la vez muy normal sentirse tan completos estando allí, aunque el por qué no estuviese del todo claro para uno de ellos. La conversación prosiguió, hasta que un comentario desató las dudas. Es este lugar, Marc, esta tierra, nuestra tierra… Este pequeño pedazo de mundo siempre ha sido generoso con nosotros. Al menos con la tercera generación… Marc dibujó un gesto extraño, que el abuelo Ricardo detectó enseguida, a lo que tuvo que frenar en seco las ansias de respuestas del joven, al que ya se le podía intuir amontonando mil preguntas en su ensortijada y enredada cabeza. Tranquilo, tranquilo… Como ya te dije la primera noche… las respuestas están delante de nuestros ojos. Todo cobrará sentido cuando tenga que hacerlo. Tú solo disfruta y “pasiensia”…
Ante aquella intrigante premisa, Marc recordó aquella primera conversación llena de interrogantes y de escepticismo. Aun así asumió que, al igual que el arroz no se puede recoger en febrero, algunas verdades deben llegar a su debido tiempo. Y el verano siguió su curso y el amor y el campo llenaron de plenitud el corazón y el espíritu de Marc, que una mañana se despertó, observó por la ventanita de su habitación a los arrozales, después contempló a Mara dormida en su cama y deseó que el tiempo se detuviese en ese mismo instante.
Después de aquella primera cosecha, más que generosa, tras probar la cocina valenciana y después de recorrer los rincones más hermosos del parque natural de l’Albufera a pie, en bici, en barca y en motocicleta, Marc sintió que había descubierto el porqué de su presencia allí. La solución le pareció tan sencilla y clara que le pareció incluso ridículo no haberla visto antes. Rió a carcajada limpia y buscó a su abuelo. Por supuesto no lo encontró. Aquel anciano era escurridizo y no fue hasta regresar de las labores diarias, con el sol ya cayendo cuando coincidieron nieto y abuelo, donde siempre lo hacían, tras la barraca. ¡Abuelo! ¡Por fin le encuentro! ¡Ya lo tengo! Le dijo eufórico entre risas. ¿El qué tienes? ¿A qué viene tanto guirigay? Dijo el anciano sobresaltado, que parecía estar inmerso en una agradable duermevela. Vamos a levantar este lugar… y va a ser… ¡Increíble! El abuelo Ricardo miró a su entusiasmado nieto y observó la misma ilusión que dibujó él al tener su edad, cuando decidió aceptar la responsabilidad de conservar los arrozales de la familia. Ya sabes que son tuyos… Haz lo que creas mejor… El futuro de este lugar es todo tuyo…
Y con aquella bendición comenzó lo que sería un nuevo y mejor futuro para “El Arenal Giner” un nombre que pasaría a la historia en toda la comarca y también más allá de la comunidad Valenciana.

Capítulo 6.

Nada en la vida se puede comparar a contemplar la sonrisa de la persona a la que se ama. El atardecer enrojecía el cielo sobre l’Albufera cuando el otoño ya hacía semanas que había llegado. La temperatura, aunque agradable, ya erizaba la piel y obligaba a refugiarse bajo un abrigado jersey. Y allí estaban Marc y Mara bajo una inmensa y espesa manta, en un frío noviembre, contemplando una preciosa puesta de sol, refugiados tras la fachada de la barraca. Fue en aquel preciso instante cuando él sintió que todos y cada uno de los elementos que conformaban su vida estaban justo en donde deberían estar. Se sintió completo cuando desvió su mirada del imponente espectáculo natural para deleitarse de algo mucho más bello. Impresionante dijo con emoción. Sin duda… respondió ella. No. Tú eres impresionante Ella sonrojada solamente pudo darle un sentido beso, pero no estaba todo dicho.

En aquel preciso instante, casi un año después de encontrar toda su vida patas arriba, sin rumbo y sin saber qué sería de él, Marc se levantó para plantarse delante de Mara y clavar la rodilla en el suelo. Ella, emocionada y sorprendida por ese imprevisto movimiento de su amado, se incorporó, sintiendo como todo el frío de su cuerpo se evaporaba. Cariño, ¿me harías el inmenso honor de casarte conmigo? El rostro de ella se iluminó, generando una mueca indescifrable para él. Una mezcla de alegría, emoción e incluso complicidad. El por qué de todas aquellas reacciones en cadena no fue únicamente por la felicidad de recibir tan emocionante petición, pero eso él no lo podía saber. Mara se aproximó a Marc, que sostenía aquella alianza como quien sujeta una estrella brillante y única, puso sus delicadas y frías manos sobre el rostro de su amado y con un gesto suave le hizo levantarse. Él no entendía nada. La emoción, la duda, los nervios y la incertidumbre se hicieron fuertes en su estómago y un escalofrío recorrió su cuerpo. Daba igual que Mara no hubiera dejado de sonreír en ningún momento, porque tampoco había respondido.

Pero…

¿No quieres…?

Antes de que Marc acabase de formular aquella horrible pregunta, Mara le besó con pasión primero y ternura después, dejándole tan perplejo que no supo cómo reaccionar. Ella con lágrimas contenidas en sus ojos hizo un sutil gesto a su espalda, buscando algo. Marc no entendía nada, pero cada vez estaba más nervioso. Entonces, contra todo pronóstico, Mara le mostró unos calcetines de bebé azules y con la voz temblorosa e indudablemente feliz le dijo… Cómo no voy a querer casarme con el padre de nuestro hijo… Tras aquella emocionante noticia Marc observó el tiempo detenerse, incluso su corazón hizo una pausa, saltándose más de un latido. Toda la escena se congeló a penas un segundo, tal vez menos, pero fue suficiente para comprender que la vida que él siempre había deseado, aun sin saberlo, era justo aquella, en aquel preciso instante. Tras la pausa, el calor y los latidos regresaron con más fuerza que nunca y entonces ambos amantes se fundieron en un increíble abrazo. Mara danzó en el aire llevada por los brazos de Marc, que la agitaba en círculos mientras gritaba y reía en voz alta… ¡Vamos a ser padres! ¡Vamos a ser padres!

El esperado enlace no se demoró mucho y en una hermosa y todavía fresca primavera, Marc y Mara se dieron el sí quiero. Ella lucía una redonda y preciosa barriga de casi seis meses. La ceremonia fue de lo más íntima, en un hermoso y pequeño salón del Palmar, con un suculento y tradicional banquete en un jardín posterior, que ofrecía una idílica imagen de l’Albufera y de todos sus habitantes alados. A penas veinte personas fueron testigos de aquel momento único y especial para los enamorados. No hacía falta mucho más. Pocos son los que realmente cuentan para ver y compartir la felicidad de dos personas. Solo una o dos personas se echaron en falta, pero eso siempre sucede. Los momentos importantes de la vida subrayan espacios vacíos en las mesas, abrazos que ya no se pueden dar y besos que siempre faltarán.

Pese a ello la felicidad de Marc y Mara fue entonces casi completa. Solo comparable a aquel día ese mismo Julio, cuando el pequeño Martín llegó a este mundo y miró por primera vez a quienes estarían siempre a su lado, queriéndole sin medida y ayudándole en todo lo que necesitase.

Capítulo 7.

Una vez que la vida de Marc tomó el rumbo que al parecer debía haber llevado siempre, el tiempo alcanzó velocidades estratosféricas a su alrededor. Después del enlace y del maravilloso momento del nacimiento de Martín, se sucedieron otros tantos que no hicieron otra cosa que aumentar los niveles de felicidad y de complacencia, que solo podrían haber sido soñados y nunca jamás esperados. Y es que la felicidad es un regalo que se oculta en los pequeños momentos de la vida y el cual normalmente no creemos ni siquiera merecer. Por esa misma razón es siempre tan bien recibida, aunque también tendemos a desconfiar de ella. Somos complejos, pero aunque no lo sepamos estamos hechos para sonreír.

Marc se hizo mayor y en su rostro se hicieron notar los años. Los surcos en la piel fueron horadándose sin contemplación y su tez se fue tornando más y más oscura por las caricias del sol. Sus cabellos ensortijados y rebeldes perdieron el tono marrón oscuro y se platearon. Nada de lo que él se arrepintiese o renegase, todo lo contrario, siempre se enorgulleció del digno paso del tiempo y presumió de su vejez más que digna. Su familia creció de igual forma que lo hizo su nombre. Después del nacimiento de Martín, se sucedieron los de Gabriel y Valentina, que acabaron de completar lo que sin duda era un sueño hecho realidad para él.

El Arenal Giner creció y se acabó convirtiendo en un referente cultural y gastronómico en toda la comarca, gracias a aquellas ideas que un día tuvo siendo joven y osado. Convirtió lo que era un próspero latifundio de arrozales en algo más, algo de lo que sentirse orgulloso y que podría transmitir, sabiendo que había hecho crecer el legado de sus antepasados. Todo ese trabajo duro, toda la proyección y los planes de futuro desplazaron pasiones y hábitos, nada que él no entendiese, pero que aún así pesaban.

Hoy, de repente y sin darse cuenta, han pasado cincuenta años y nada parece haber cambiado en ese pequeño pedazo de marjal. L’Albufera continúa donde la encontró y de seguro perdurará cientos y cientos de años más. La barraca en la que se crió todavía sigue en pie, resistiendo contra viento y marea, conservando en su interior la esencia y el alma de su familia, la que hubo y la que habrá. Pero a Marc no le gusta estar dentro, hay demasiados ecos del pasado. Él está en el exterior, lo prefiere. La brisa fría le gusta, le despeja. No ha dejado de disfrutar nunca de ese espectáculo que es el atardecer, cuando el cielo se torna oscuro a su espalda y en el horizonte, más allá de la laguna y de las montañas, los tonos rojizos y ocres todavía tiñen el firmamento. Cada uno de los campos de arroz anegados hacen las veces de espejos, uno tras otro y tras otro, ofreciendo una visión única y espectacular que, pese a suceder cada día, Marc sigue gozando como si fuese la primera vez.

Una vez el cielo se oscurece Marc regresa con paso lento al interior de la barraca, donde el tiempo se sigue detenido como hace décadas. Los mismos trastos, los mismos recuerdos y algunos más que él ha ido añadiendo, como su querida Harley, que ahora decora un lateral de la sala principal junto a la chimenea, la cual no deja de trabajar a pleno rendimiento. El que hoy se ha convertido en un anciano se sienta frente a la lumbre y contempla la robusta y algo oxidada motocicleta, que tantas alegrías y momentos de felicidad le proporcionó. Tú y yo… cuántas cosas vimos… dice en voz alta, mientras el fuego crepita, como dándole la razón.

En aquella máquina con alma recorrió media Europa. En ella viajó solo y también junto a su querida Mara. Sus tres hijos también disfrutaron de divertidos trayectos, e incluso el mayor, Martín, la heredó durante algunos años. Pero hoy la magnífica sportster reposa tranquila y ya sin rugir. Marc la observa y piensa que ambos son iguales. Ambos descansan y disfrutan de la merecida jubilación, al calor de una fogata, en el lugar donde más felices fueron. Allí donde lo dieron todo, donde corrieron, donde el sol les abrasó y la lluvia les calmó las quemaduras. Allí donde la sal del mar les oxidó, pero también dio sabor a sus vidas.

Me he convertido en un viejo nostálgico… lo que hay que ver…

Pero al contrario que su Harley, Marc todavía tiene algunas faenas que hacer, flecos que atar y asuntos que zanjar, antes de que suceda lo que ya es más que inevitable a su edad. Además mañana será un día muy especial. Mañana irá la televisión a su casa, al Arenal Giner, para hacer un reportaje sobre él, su familia, su legado y su éxito. Mañana será un gran día, más incluso de lo que él imagina.

Capítulo 8.

La mañana llegó mucho después de que el abuelo Marc levantase su quejicoso cuerpo de la cama. La enorme barraca estaba silenciosa, un silencio que tanto añoró cuando los pequeños Gabriel, Martín y Valentina eran pequeños y que ahora, con todos haciendo sus vidas le resulta tan abrumador como molesto. Buenos días, amor. He dormido fatal. Eso de la entrevista no me ha dejado pegar ojo… Tú estás igual de guapa que siempre… Dice al pasar por un retrato que cuelga de la pared. Es de Mara. Ella ya no está, no desde hace cuatro años, pero cada mañana le da los buenos días y antes de ir a la cama las buenas noches. Decidió no dejar de hablar con ella y, de alguna forma, eso le hizo sobrellevar mejor su ausencia. Al fin y al cabo aquellos a los que queremos no se van del todo, no mientras los recordamos, y eso es bueno, eso mantiene su legado y su cariño más vivos en nuestros corazones.

Al poco rato llaman a la puerta y al abrir allí están; tres chicas jóvenes y un chico. Marc les recibe con una sonrisa y les invita al interior. En cuanto pasan dentro sus reacciones hacen sonreír al viejo, que siente una mezcla de orgullo y nostalgia. Madre mía, qué grande… esto es como un museo de l’alquería... Dice una de las chicas. Ya te digo… qué cantidad de recuerdos… Contesta otra. Guau… Menuda motaza… ¿es una Harley Davidson? Pregunta el joven. Efectivamente, la vieja sportster 883. Una reliquia, como yo… Todos ríen y tras un buen rato de comentarios banales aunque agradables, los invitados se disponen a trabajar. Pertenecen a una cadena nacional que se ha hecho eco de los logros que ha alcanzado ese desconocido anciano. Se disponen a comenzar, tras preparar los utensilios para la entrevista; cámara, luz, maquillaje, sonido…

Cuéntenos, dice la más joven de las tres chicas, que resulta ser la periodista, mientras que las demás ejercen de productora y cámara, ¿cómo convirtió una barraca y unos cuantos campos en el lugar de moda para vecinos y visitantes?

Bueno… Marc se sonríe. Esa pregunta es muy buena, pero también muy difícil. Es como preguntarle al dueño de la Coca Cola, como es que hacen una bebida que se vende tanto…

Cierto. Empecemos por el principio. ¿Cuándo decidió convertir este lugar en un negocio?

Bueno… Llegué aquí mucho más joven, sin un rumbo fijo y mi querido abuelo Ricardo me esperaba. Una breve pausa, permite a Marc digerir el diminuto pero poderoso nudo que se aloja en su garganta, fruto de la emoción al recordar a su querido abuelo. Él fue quien me enseñó todo sobre el campo y sobre cómo hacer un buen arroz.

¿De ahí el restaurante? Interviene la joven, sutilmente.

Más o menos… Las recetas son todas suyas, eso seguro. Yo simplemente le propuse abrirnos a la gente. Enseñar a todo el que quisiera ver l’Albufera en barca, montar un restaurante con huerta propia y él simplemente me lo dio todo y me apoyó.

Vaya. Eso si es un buen abuelo… Comenta la chica con un agradable tono de envidia sana. Y desde entonces se ha convertido en el referente del levante de cultura, turismo y gastronomía, con no sé cuántos premios a sus espaldas… Increíble, ¿no?

Pues sí, la verdad. Yo solo quería mostrar a la gente este pequeño rincón del que me enamoré y darles a probar un buen esgarraet y un rico arroz valenciano y se ve que fue una buena idea. Sonríe Marc al darse cuenta de la realidad mientras la comenta. Desde entonces todo ha ido de maravilla.

Sin duda. El mejor restaurante de la comunidad, decenas de premios, comensales ilustres y famosos, reservas para meses. La joven enumera todos los logros del anciano, que no puede evitar suspirar ante la evidencia. Sin duda todo un éxito.

Sí. La esencia está en lo natural, en la tradición, en la tierra…

 

La entrevista se prolonga por dos horas más, que transcurren distendidas y llenas de momentos agradables y divertidos. Marc se ha convertido en un abuelo muy gracioso, que no deja pasar la oportunidad de hacer una broma a destiempo. El equipo de rodaje se traslada primero a los arrozales, luego dan una vuelta en una de las barcas del restaurante, donde graban preciosas imágenes del marjal y por último rematan con una deliciosa paella de alcachofas y pato, con su correspondiente rossejat, que hace las delicias de todos. El día concluye y los jóvenes se despiden de Marc entre alabanzas y agradecimientos. Él, agotado pero satisfecho les ofrece su barraca para cuantas veces la necesiten y, cuando el sol ya parece que va a recorrer su último tramo, decide ir allí donde siempre están las mejores vistas; la parte de atrás de la barraca. Ese rincón es muy especial para él, pues allí es donde le pidió en matrimonio a Mara y donde decenas de grandes momentos sucedieron con ella y con los pequeños. El mismo lugar donde reposaba su querido abuelo Ricardo cuando el Marc joven y perdido llegó de improviso. El pequeño mirador donde cada atardecer parece siempre distinto y más hermoso que el anterior.

De nuevo el silencio de los arrozales solo es quebrado por una brisa, hoy más suave, y el constante arrullo de los pequeños seres nocturnos que ya comienzan a despertar, para comenzar su jornada de cánticos. Marc se sienta allí donde un día se sentó su abuelo, y el abuelo de este y piensaEste era mi lugar… Este y nada más que este… Entonces entorna los ojos. Sabe que no es buen lugar donde pasar la noche. El frío al caer el día es peligroso, pero se dice que solo será un instante. La calma y placidez son tales que al final cae profundamente. Pero entonces un claxon rompe esa tranquilidad y sobresaltan al anciano, que algo molesto se incorpora  y se asoma para ver quién es. Cuál es su sorpresa… cuando gira la esquina de la barraca y, frente a ella y sentado en una moto pequeña y llamativa hay un joven…

¿Daniel? Pregunta el anciano, algo confuso pero contento.

¡Abuelo!

 

Capítulo 9.

La vida es una constante implacable. Las herencias y los legados son una cuestión normalmente obviadas o no tenidas en cuenta, más allá de algunos bienes que pasan de unas a otras generaciones, pero para algunas familias es algo mucho más importante. Hace muchos, muchos años, el abuelo Ricardo trató de entenderlo, cuando a penas era un joven veinteañero, igual que le pasó a su abuelo antes que a él y a su tatarabuelo mucho antes. El cómo o el por qué de esta compleja y peculiar tradición es algo que ninguno de ellos supo conservar en la memoria familiar, pero de algunas forma inexplicable, los descendientes de la familia acababan volviendo a la tierra que les dio todo para ser felices.

Marc, creyendo que aquel cuento no se cumpliría, se sorprendió de forma muy grata al ver frente a la vieja barraca de la familia a su querido nieto, Daniel, al cual ya hacía unos cuantos años que no veía, desde su décimo cumpleaños. La historia se repite, pero ahora Marc es el abuelo. Ese es un regalo extraño que la vida le ha ofrecido, pudiendo ser testigo de su juventud reflejada en la de ese chico desgarbado y despeinado.

¿Y qué haces tú aquí? Pregunta el anciano, que no sale de su asombro, por todo lo que ello conlleva. Me han echado de la universidad… y en casa las cosas estaban raras… La confesión del joven hace que Marc sacuda su cabeza, pero aun así abraza al descarriado de su nieto. Así que has decidido venir a ver al abuelo… después de diez años… El reproche es sutil, pero el joven lo caza al vuelo. Bueno… ya sabes… No sabía muy bien dónde ir y por algún motivo, este me ha parecido el mejor lugar… no sé por qué… La explicación de Daniel, expulsada casi como un exorcismo, deja entrever a un chico perdido y algo atribulado y a su vez confirma muchas cosas. Bueno… no te preocupes… la tercera generación siempre vuelve al Arenal Le responde Marc en forma de acertijo con mucha paciencia y comprensión. Después se lo lleva a la cabaña. Ya ha anochecido y comienza a refrescar con más ímpetu.

Las escenas se repiten una a una. Marc se emociona y sonríe todo el rato, como en su día hizo su abuelo Ricardo y como imagina que hicieron los demás ancianos antepasados. Cada conversación, cada gesto, cada anécdota, todo es una especie de déjà vu que no hace más que encauzar todos los caminos posibles. El joven Daniel, parece disipado, como diluido en su propia vida. El reflejo es casi calcado al pasado. Marc sabe perfectamente cómo se encuentra su querido nieto y también sabe lo que debe de hacer. Todo está de alguna manera ya escrito y el hecho de saberlo y de sentirlo así de cierto le produce una extraña mezcla de tranquilidad y miedo. ¿Todo sucederá como sucedió antaño? Se pregunta, mientras Daniel le cuenta su pequeño malentendido en la universidad y su decepción con el mundo académico y con su padre Martín. Son historias muy comunes y a la vez muy particulares, pero Marc las escucha como un eco lejano. No porque no le interesen, sino porque es consciente de que le queda poco tiempo y debe hacer lo que un día hizo su abuelo por él.

Por suerte no será esta noche. Hoy toca rememorar, reír, desahogarse y disfrutar del reencuentro que tanto gozo trae al viejo corazón de Marc. Entre charla y charla y entre picoteos varios, las risas se escapan como humo de una chimenea y Daniel le confiesa que no sabe qué hacer con su vida. La encrucijada le ha llegado antes de tiempo y Marc se pregunta si ha sido fortuito o si realmente el destino de la familia es el que marca la línea de cada nieto, llegado el momento. Son cuestiones complejas, pero la noche se vuelve cada vez más oscura y profunda y la madrugada se instala con todo su peso, lo que obliga al abuelo a ceder el sofá a su nieto, para retirarse a descansar. Mañana será un día importante… piensa para sus adentros.

Una vez en su habitación, Marc se sienta al borde de la cama y observa una foto de Mara. Es del día de su boda. Está preciosa, radiante y exultante de felicidad. Él sonríe con los ojos húmedos, pero sin atisbo de tristeza. ¿Te lo puedes creer? El Daniel está aquí…Ya ha llegado la hora, cariño. Creí que era un cuento de mi abuelo, pero no es así. Nunca te lo pude contar, para que no creyeras que estaba loco, bueno… más loco, jejeje. Pasaron muchas cosas en aquellos meses y una de ellas fuiste tú. Nada de lo sucedido fue casualidad, ahora lo sé. Mañana será el gran día. Ya queda menos…

Te quiero mi amor…

Buenas noches.

 

 

 

Capítulo 10.

La noche ha pasado suave y liviana, como una sabana de seda deslizándose sobre Marc y acariciando con cariño su espíritu. El sol todavía no despunta, pero su luz se intuye a lo lejos, en el horizonte, iluminando tenuemente el mar calmado. El anciano está en la playa, respirando profundamente, contemplando el bello tapiz añil que poco a poco se enciende. No obstante, sabe que no verá amanecer. No puede esperar a ver tal espectáculo, tiene demasiado que organizar. El tiempo es oro, sobre todo hoy. Debe hacer muchas cosas, preparar muchos menesteres y dejarlo todo a punto. Daniel sigue hecho un ovillo en el sofá y ni si quiera el jaleo de la cafetera logra robarle el sueño. Bendita juventud… piensa Marc, que añora el sueño profundo, como quien extraña un lugar del mundo.

Tras un par de horas de agitada rutina por toda la casa y de rellenar unos cuantos documentos que quedan ordenados en la mesa principal, Marc se sienta frente a la chimenea encendida y junto a su moto, a la espera del despertar de su nieto, pero al no llegar este, el anciano decide obrar su magia y lanza sobre el joven varias almendras hasta que este por fin vuelve al mundo de la consciencia. Marc no puede evitar reír ante la dificultad de Daniel por abrir los ojos. Bon día, remolón… ya era hora… hoy tenemos mucho que hacer Tras un buen desayuno ambos se ponen en marcha. Marc decide hacerle un tour por los campos, por el restaurante y finalizan con una breve travesía por los canales de l’Albufera. En todo momento Daniel disfruta como cuando era un niño. Todo lo que ve son recuerdos que tenía extraviados en su cabeza y que ahora han cobrado vida y valor de nuevo, de igual forma que le sucedió a su abuelo cuando él llegó allí en su vieja motocicleta.

Tras el extenso itinerario que se prolonga todo el día, llega el momento de poner las cartas sobre la mesa. Marc ha mostrado a Daniel todo lo que ha logrado conservar y crear, gracias al trabajo de su abuelo antes que él, y del abuelo de este, en una longeva cadena de generaciones vinculadas de forma inexplicable pero profunda a esa húmeda tierra. Cuando regresan a la barraca, ambos se sientan en el banco que hay tras la casa y allí Marc, con una solemnidad impostada y con un nudo en la garganta, comprende que ya ha llegado el momento de pasar el testigo. Daniel está inmensamente emocionado al comprobar todo lo que su abuelo ha logrado y ante la posibilidad de poder contribuir y participar de ello, sin ser todavía consciente de lo que está a punto de suceder.

El tiempo se diluye y se detiene en el momento en el que el sol posa su redonda silueta sobre el horizonte. Es el momento, Marc… se dice a sí mismo el anciano.

Verás Daniel, esta la nuestra, no es una familia normal. El por qué… ya no se sabe, se perdió la explicación de abuelos a nietos. Pero te diré lo que me dijo mi abuelo cuando llegué aquí. Somos víctimas o tal vez afortunados por lo que corre por nuestras venas. Mientras Marc trata de explicar algo, a todas luces incomprensible y complicado, en el rostro de Daniel se dibuja una sonrisa de cariño mezclada con algo de extrañeza ante tanto rodeo. ¿Qué quieres decirme, abuelo? Pregunta directo, tratando de sacar del atolladero al anciano. Pues verás… La verdad podría parecer una locura, pero no tengo tiempo así que… Parece que Marc haya decidido envalentonarse y toma carrerilla:

Los nietos y abuelos de esta familia estamos unidos de alguna forma. No se sabe desde cuándo, pero se remonta a muchísimas generaciones atrás. Estamos ligados a esta tierra, “la tercera generación siempre regresará y estos campos cuidarán de ella”. Eso es lo que me dijeron a mí y así fue. Ahora ha llegado tu turno, como llegó el mío en su momento. Y hoy sucederá lo mismo que sucedió cuando mi abuelo me trajo a este mismo lugar y me dijo estas mismas palabras. Esta es mi última noche en el Arenal, pero no te preocupes, seguiré a tu lado un tiempo más. Tal afirmación hace enderezar el cuerpo de Daniel que, sorprendido y descolocado, atiende más si cabe. Sé que cuesta de entender, pero mañana todo parecerá mucho menos grave. Te lo aseguro… Yo estaré junto a ti aunque nadie más lo pueda ver, como estuvo mi querido abuelo. Te aconsejaré, te guiaré y te protegeré y un día, uno cualquiera, verás que ya no me necesitarás, pero entonces esta tierra proveerá para ti. Y serás feliz, igual que lo fui yo, igual que lo fue mi abuelo, y el suyo y todos los anteriores. Este lugar nos quiere, Daniel, esta tierra nos cuida y jamás nos fallará. Este es tu legado. Este es tu lugar en el mundo, tu razón de ser.

El Arenal es ahora tu hogar…

Cuando las últimas palabras todavía flotan en el aire, Daniel se da cuenta de que está solo. Él, la luna y su reflejo en los cientos de espejos de los arrozales a su alrededor. Pero no es miedo lo que siente, ni si quiera incertidumbre. Solo alberga esperanza. De una forma inexplicable siente paz en su interior. Todo está como debe estar. Este es mi lugar, mi casa… mi hogar…

 

 

FIN

 

 

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4 comentarios

  1. «Pocos son capaces de parar, girarse y observar esa extensa línea vital y reflexionar sobre la forma que ha ido tomando. Aquellos que lo hacen son los verdaderos dueños de su destino»
    MÁGICO., NARCISO TE CONMUEVE Y HACE VIBRAR.

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