Llegó el verano y con él uno de nuestros relatos que tanto os gustan. Os presentamos Camaleón, una historia llena de pasión escrita por Laura R. Sábado, donde un bonito amor de antaño se apodera del relato. Junto a los protagonistas, Ramón y Dorotea, conoceremos el verdadero significado del sacrificio por la persona a la que amas.
Esperamos que os guste!!!
Capítulo 1.
Cuando nos llegó la noticia de que mi abuelo había dejado la ciudad para trasladarse a vivir al campo, pensamos que su cabeza había dejado de regir bien. Jamás comentó que conservara allí propiedad alguna.
Atrás dejaba su pasado, su posición. Era una eminencia, vivía rodeado de lujos y de comodidades, adulado por unos y envidiado por otros. Tomada la decisión, no se molestó ni en descolgar los diplomas de las paredes, reconocimientos merecidos por una vida entera, conseguidos con mucha dedicación y esfuerzo.
Solo se llevó el retrato de mi abuela Dorotea, de la que se enamoró siendo ambos muy jóvenes, y con la que lo compartió todo. Lo abrazó y lo envolvió con esmero, según palabras del conserje, único testigo de su partida.
—Le gustaba ese cuadro en especial —dijo con timidez el señor Alfredo, al tiempo que nos entregaba una copia de la llave para que pudiéramos entrar en casa del abuelo—. Tuve que cerrar, ¿saben? Él no se molestó en hacerlo. Dijo que les entregara a ustedes esta nota, pero que no se preocuparan por él, que estaría bien allá donde iba. Parecía feliz, como nunca le había visto desde hacía mucho tiempo. Éramos amigos ¿saben? Aquí los dos solos, tantos años… Cuando mi Emiliana también se fue, comenzó nuestra verdadera amistad. Siempre nos gustaba imaginar que ellas estarían juntas, charlando sobre nosotros dos, sabiendo con certeza que nunca las olvidaríamos y que seguirían presentes aquí, en cada rincón de nuestras casas.
“Su abuelo le hablaba al retrato de doña Dorotea, ¿saben? Como si ella todavía estuviera a su lado. Cualquier extraño podría pensar de él que estaba ido, pero yo fui testigo, día tras día, de cuánto la había amado y de cuánto la añoraba todavía. Su cordura regresaba cuando sus recuerdos se alejaban, y era entonces cuando, intentando recuperar la compostura, me decía:
—Qué, Alfredo, ¿hace un vermut y una partida?—. Y ese era el comienzo de largas horas pasadas entre alfiles, reinas y torres, en completo silencio. Y así transcurrían sus días, hasta que los recuerdos regresaban de nuevo, haciéndolo cada vez con mayor frecuencia, pero siempre sin avisar y sorprendiéndole con la guardia bajada.”
Las palabras del conserje nos conmovieron. Mi abuela fue su vida, su “camaleón”, como le gustaba llamarla, la que renunció a una vida propia al unirse a él, aunque ese no fuera su mundo. Aprendió a ser una gran señora, querida por todos. Su bondad y su saber estar obraron milagros en la encorsetada sociedad de la época que a ambos les tocó vivir. Siempre estuvieron rodeados de gente reacia a admitir en su círculo a los llegados desde provincias. Si además se erigían como triunfadores entre los adinerados, cuyas fortunas les habían venido dadas desde la cuna sin esfuerzo alguno, la situación se tornaba más delicada. Pero supieron moverse entre ellos y salir adelante.
La abuela Dorotea, ahogada entre el cemento de la gran ciudad, nunca alzó su voz. Siempre estuvo a la altura, fuesen cuales fuesen las circunstancias, pero se fue demasiado pronto.
La enfermedad de la tristeza la consumió poco a poco, sin que nadie nos diésemos cuenta, como tampoco ahora éramos capaces de ver que la soledad, lentamente, se había apoderado del abuelo.
Regresaba a su hogar.
Capítulo 2.
Como cada tarde de domingo, Ramón se había presentado a las cuatro en casa de doña Sacramento, madre de Dorotea, la Sacra como era conocida en el pueblo, saludándola con mucha cortesía:
—Que tenga buena tarde, doña Sacra.
—Que la tuya también lo sea, hijo.
—¿Don Sebastián descansa?
—No, hijo, no sabe qué quiere decir esa palabra. Ha salido un rato con sus aperos a trabajar en la huerta. Con lo que me traiga prepararé una buena cena, que hoy cenaremos al fresco. Dile a tus padres si quieren pasarse, anda, que también he preparado unas rosquillas de azúcar y vino, que con un anisete te hacen rejuvenecer.
—Delo por hecho, mujer. Seguro que madre, con su inseparable rebeca, tomará el fresco y las rosquillas con ustedes. El anisete será padre quien dará buena cuenta de él. Prepárese para oírle cantar sus jotas de toda la vida. No cambia nunca de repertorio. Bueno, solo a veces deja tranquilas las jotas para cantar por Valderrama. Y sepa que madre ha tejido una toquilla para usted, siendo tan friolera como es ella, cree que todos vamos por ahí dando tiritones. En fin…
La Sacra, a quien le gustaba más hablar que escuchar, continuó hablando interrumpiendo a Ramón:
—Y, como te decía, hijo, no será porque no le digo veces a Sebas: “¡Válgame Dios, que un día le va a dar algo, con este sol que parece dispuesto a dejarnos el cuerpo sin humedad!” Pero ya ves, él es así. Todo le parece poco, siempre pensando en todos antes que en él mismo. Y claro, que yo no digo que el campo no sea sacrificado, pero él no tiene medida ni fin. Y no será porque no le diga, pero Sebastián…
En ese momento apareció una jovencísima Dorotea que, dando un sonoro beso a su madre en la mejilla, y con la gracia natural con que se desenvolvía siempre, no tardó en recriminarle con un guiño de ojo:
—Madre, déjeme algo que contar a mí. Si usted ya le cuenta todas las novedades a Ramón, esta tarde nos aburriremos porque ya no sabremos de qué charlar.
—¿Aburriros los jóvenes? —continuaba imparable la Sacra—. ¡Anda, zalamera!, que no tendréis cosas mejores que hacer que contaros historias de viejos. Y no te sonrojes hija, que yo también he sido joven. Menudo mozo era tu padre cuando íbamos a la alameda a merendar y a refrescarnos en el río. Recuerdo un día en que…
—Madre, por favor,…
—Ya ves, hija, no tengo remedio, claro, si tu padre no fuera tan suyo y tan callado… Marchad y regresad antes de que anochezca. Y tú, Ramón —añadió con un dedo amenazador que no atemorizaba a nadie—, trátala bien. Que si yo me entero que a mi niña…
—Madre…
Y lanzándole a su madre un beso al aire, Dorotea tomó a Ramón de la mano y ambos salieron riendo, dando un portazo que hizo que la Sacra se sobresaltara.
—¡Por Dios, esta juventud! ¡Qué pocos modales tienen! Todo vale, hasta dejar a una con la palabra en la boca ¿No cree, madre?
Continuó su perorata, dirigiéndose ahora al retrato de la anciana doña Micaela que, en vida, había sido tan callada y abnegada que costaba imaginar que “La Sacra” y Dorotea llevaran su misma sangre.
—Ramón, dime qué te ocurre. Llevas toda la tarde sin dirigirme la palabra, pensativo y ausente. Creía que veníamos a refrescarnos en el río y, en cambio, estoy empezando a preocuparme. No quiero verte así, tan triste. ¿Dónde está esa risa que tanto me gusta, Ramón? ¿Qué sucede para que hoy la hayas dejado olvidada en la casa? —le increpó Dorotea esa calurosa tarde de julio.
Con las faldas arremangadas hasta las rodillas y los pies metidos en el agua, esperaba una respuesta, pero él seguía con la mirada fija en el horizonte, sobrepasando las huertas, y en un silencio absoluto solo alterado por las palabras de la joven.
—Padre quiere que marche a la ciudad el próximo otoño a cursar el bachillerato. Dice que en la escuela don Matías ya no puede enseñarnos más y que, sin estudios superiores, nunca seré un hombre de bien. Él jamás salió del pueblo, no entiendo a qué viene este apremio. Vivimos estupendamente y, además, no quiero dejarte aquí, Dorotea, pero no puedo desobedecer.
La joven asintió al mismo tiempo que un nudo se había formado en su garganta y las palabras atragantadas no conseguían abrirse paso.
—Madre dice que el pueblo se está muriendo y que los mozos debemos labrarnos un futuro fuera de estas tierras —continuó cabizbajo Ramón—. No conozco nada más que estos campos, la ciudad es demasiado grande para nosotros. No es justo. Nacimos aquí, aquí es donde está nuestra gente y nuestro sustento. ¿Por qué quieren ahora, de pronto, que me vaya tan lejos? ¿Qué me van a enseñar esos señoritos que tenga algo que envidiar a las sapiencias de padre y del abuelo?
Dorotea siempre imaginó que Ramón trabajaría las tierras de su familia, como lo hacía su padre, don Cosme “El Chato”, a quien llamaban así porque su pequeña nariz contrastaba con sus grandes facciones, y como antes también hizo el anciano Tomás Carpio, “Carpi”, como le conocían sus vecinos, abuelo paterno de Ramón.
Ella era feliz allí pero, al mismo tiempo, no concebía su vida sin él. Su cabeza se llenó de contradicciones y las lágrimas resbalaron mudas por sus mejillas.
Capítulo 3.
Desde niños se habían criado juntos, compartiendo juegos y risas que después se convirtieron en confidencias. Con la adolescencia llegó el primer beso y al calor de los susurros y de los abrazos fugaces empezaron a imaginar un futuro juntos, entre campos y ganado.
Vivían uno al lado del otro. A simple vista sus familias y sus casas no podían ser más distintas, pero tuvo que ser una desgracia la que les uniera a todos.
La madre de Dorotea siempre quiso que su casa fuera una casa alegre, como le gustaba decir, con rejas luciendo repletas de tiestos floridos y ventanas de estampados visillos que tamizaran los rayos del implacable sol, solo traspasadas por el griterío de los niños.
Con el tiempo tuvo que conformarse con una casa adornada con flores de todos los colores imaginables y estrambóticas cortinas, pues la familia numerosa que tanto anhelaba nunca llegó. Un embarazo complicado y un parto difícil hicieron que solo pudiera dar a luz a una única hija.
Junto a la puerta de la Sacra, la casa de sus vecinos no tenía floridas ventanas ni llamativos visillos. Si algún día las tuvo, en el pueblo ya no las recordaba nadie. Amalia, la madre de Ramón vivía en un luto permanente desde que su primogénito, el pequeño Cosme, con tan solo dos años de edad, falleciera al caer en un balsón de riego, dejando a Ramón siendo hijo único cuando solo tenía unos meses. Nunca quiso tener más hijos, pese a que así se lo habían aconsejado los médicos, pero ella siempre contestaba, taciturna y ojerosa, que no quería sufrir más de lo necesario.
—Si tienes uno, sufres por uno. Si tienes más, entonces el sufrimiento se vuelve insoportable —sentenciaba retorciéndose las manos y enjugando sin éxito una lágrima que se escapaba por el rabillo del ojo para acabar mojando su mandil negro.
Nadie logró convencerla jamás y la sobriedad se apoderó de su casa y de su carácter. Tuvieron que pasar muchos años para que Amalia, Malita como la llamaba cariñosamente su marido, recuperara la sonrisa y se volcara en cuerpo y alma en hacer del pequeño Ramón el mayor orgullo de su vida. Aún así, sus ventanas seguían reflejando la tristeza que un día vivió, dejando testimonio de una desgracia que no podrían olvidar nunca.
Ambas familias se acercaron más tras el fatal accidente, y ese sentimiento de unión, hizo que siempre vieran con buenos ojos la relación entre ambos jóvenes.
—Pero deja de llorar, chiquilla, todo se solucionará. Hija, podemos arreglarlo para que vayas con él. Es un buen muchacho y te quiere de veras, desde que eráis chicos.
Con estas palabras doña Sacramento intentaba animar a su hija que, entre lágrimas, a duras penas había sido capaz de contarle la noticia.
—Madre, no sé si yo podré vivir fuera de aquí. Necesito respirar el aire de nuestras tierras tanto como el calor de nuestras ovejas, y ver salir y ponerse el sol cada jornada, y el olor de la huerta que sigue a la lluvia. Y estar con usted y con padre. Allí ¿quién me va a consolar si estoy triste? ¿A quién contaré mis cosas, madre?
Dorotea hubiera seguido enumerando todo aquello que formaba parte de su vida y que pensaba que la acompañaría hasta el final de sus días.
—Dorotea, sabes que el campo es duro y arreglar un buen matrimonio para una hija es lo que todos los padres deseamos. Así ha sido durante generaciones y no creo que cambie en las próximas décadas. Y te hablo de uniones en las que el amor no cuenta, simplemente, en el mejor de los casos, va naciendo con el roce de cada día, pero no siempre es así. Tú adoras a ese muchacho tanto como él a ti, será un buen marido. Debes considerarte muy afortunada, mi niña.
—Madre, usted siempre dijo que después de mi nacimiento su vientre se secó y que no fueron bendecidos con más hijos. Padre siempre quiso un varón que nunca llegó. ¿Quién cuidará de ustedes si yo marcho de aquí? ¿Qué será de nuestra granja y de nuestros sembrados? La ciudad está muy lejos. Solo podremos visitarles de vez en cuando, en verano, Año Nuevo y poco más.
—Siempre estarás con nosotros. Te tendremos presente cada día, en el espliego del campo, en la tierra mojada y en cada rincón de la casa. Aunque estés lejos, será como si nunca te hubieras ido, hija. Deja ya las cavilaciones, es hora de preparar tu ajuar. ¡Orgullosa estaría la vieja Micaela viendo a su nieta irse a trabajar a la ciudad! Hablaré con don Froilán después del sermón. Él tiene buenos contactos y podrá buscarte una casa respetable para que entres a servir mientras Ramón cursa sus estudios. Cuando llegue el momento de casaros, serás una ejemplar ama de casa. Desde chica te enseñé todo lo que una buena esposa debe saber. Se te da bien la cocina y tienes buena mano para la costura y la plancha. Limpiar sabe hacerlo cualquiera y, aunque nunca tuviste hermanos, los mocosos también te adoran y te rondan para que les cuentes historias y les regales dulces. Te defenderás muy bien en tu nuevo hogar. Y cuando vengáis a vernos por Navidades, o en verano, traed a este pueblo la alegría de muchos zagales. Me encantará ser abuela, y sabes cuánta paciencia tiene padre con los niños, más que con las ovejas.
Dorotea escuchaba a su madre, pero su cabeza estaba lejos de allí. Se veía encerrada entre calles y autos, entre edificios que no dejaban pasar los rayos de sol y rodeada de gente desconocida. Antes de partir ya añoraba el calor de sus vecinos y amigos. Presentía que una parte de ella se quedaría para siempre en su pequeño pueblo natal.
Capítulo 4.
Sebastián, el padre de Dorotea, a la que desde que nació siempre llamaba cariñosamente Dori, había estado escuchando, en silencio, a las dos mujeres de su casa. Sin pronunciar palabra para no interrumpir la conversación entre madre e hija. Siempre envidió y admiró, a partes iguales y en secreto, esa complicidad que tanto las unía y que en ocasiones le hacía sentir relegado a un segundo plano, pensamientos que con un par de besos y carantoñas de su hija desaparecían de inmediato para dar paso a una gran sonrisa.
No podía expresar con palabras cuánto las quería a las dos. La Sacra era una gran mujer y una mejor esposa y madre. Dorotea era la niña de sus ojos y nada deseaba Sebastián con más ahínco que su felicidad. Cuando su mujer se puso de parto rezó para que fuera un varón, pero hoy reconocía que nada podría ser mejor que las alegrías que su hija le regalaba a diario.
Con su intervención quiso dar por finalizada la charla y, abrazando a la joven, contuvo la emoción antes de decirle:
—Dori, cariño, ve con él y sé feliz, cuentas con nuestra aprobación. Con el tiempo llegarás a convertirte en una gran señora y vivirás con lujos y comodidades que aquí solo alcanzarías a soñar. Madre y yo estaremos bien, juntos, como siempre hemos estado. Cuando no podamos valernos por nosotros mismos, tenemos unos ahorros que nos permitirán contratar a alguien para que lleve la granja, o la arrendaremos. Eso no tiene que preocuparte, mi niña. Esta es nuestra vida y tú debes vivir la tuya. Y si eres bendecida con hijos, estaremos esperándolos con los brazos abiertos. Me encantará enseñar a mis nietos sus orígenes, sus raíces. Recuérdalo siempre, hija, es muy importante que nunca olvidemos de dónde venimos.
En cuanto Sebastián se apartó de ella, no pudo evitar que una lágrima alcanzara su barbilla, que disimuladamente se apresuró a secar con el dorso de la mano.
—Los hombres nunca deben llorar —decía siempre el viejo “Carajo”, su padre, y abuelo de Dorotea.
Pero él no era capaz de imaginar un solo día sin su única hija en la casa. Tomó una pequeña azada y, sin apenas volverse hacia su mujer para que no advirtiera su momento de flaqueza, solo acertó a decir con voz entrecortada:
—Mujer, volveré para la cena. Tendréis muchas cosas de que hablar y sería una buena idea comenzar con los preparativos. Os mantendrá ocupadas y el tiempo pasa muy rápido.
Con el corazón encogido se dirigió hasta el cercado de sus huertas y, dando rienda suelta a sus sentimientos, lloró como un niño mientras los recuerdos de su pequeña Dori, en pañales primero y con largas trenzas después, se iban sucediendo en su cabeza, sin alcanzar a imaginarla vestida de novia. Siempre sería su niña.
—Padre, ¿me deja usted que le ayude a pintar las cercas? Doña Flora siempre dice en la escuela que yo pinto muy bien, y que seré una gran pintora. Podría empezar por esta más pequeña ¿no cree?
Y una parte del cercado fue pintado en color rosado por una pequeña Dorotea que, según pasaban los años, seguía enorgulleciendo a su padre.
—Padre, me gustaría ir a la verbena de San Juan que se celebrará el sábado por la noche. Si me diera su permiso para que en lugar de ir con madre y con usted, este año pudiera acompañarme Ramón…
Y Dorotea, con un discreto maquillaje adolescente y las trenzas recogidas en un entramado moño que la hacía parecer mayor, asistió a la verbena del brazo de Ramón, vigilados ambos muy de cerca por la Sacra y doña Amalia.
Capítulo 5.
Capítulo 6.
La Sacra despertó ese domingo más alterada de lo habitual. No había tenido un buen sueño, y era consciente de que los nervios que la comían no la dejarían estar tan pendiente del sermón de las diez, como acostumbraba. Un par de semanas antes había hablado con don Froilán, el párroco, y quedaron que hoy, al acabar la misa, disfrutaría con su familia de la comida dominical y charlarían sobre el futuro de su hija Dorotea.
Don Froilán, siempre volcado en echar una mano a sus parroquianos, tras la conversación mantenida con la Sacra se apresuró a contactar con algunos de sus antiguos feligreses. Conservaba buenas amistades de cuando todavía oficiaba misa en la ciudad, en la Iglesia de Santa María Catalina. Y, sería hoy, cuando les comunicaría si había logrado encontrar alguna casa decente en la que su hija pudiera entrar de doncella, hasta el día en que se desposara con Ramón. Solo entonces dejaría su trabajo para encargarse de su propia casa y de formar una familia.
La Sacra y su marido, Sebastián, confiaban plenamente en el párroco, e intentarían agasajarlo lo mejor que sabrían.
Cualquier conflicto vecinal, incluso a veces familiar, llevaba a don Froilán a interceder y mediar en busca siempre de paz y de soluciones. Así se ganó el cariño y el respeto de todos. Cuando falleció don Damián, el viejo cura, que en sus últimos sermones gustaba más del vino sagrado que de predicar las divinas enseñanzas, fue don Froilán quien llegó a su pueblo y a sus vidas.
Al principio, la gente le miraba con un cierto recelo, pues no era habitual que un sacerdote de la gran ciudad fuese enviado como párroco rural, pero le habían bastado unas semanas para ser considerado por todos como uno de los suyos. Tanto fue así que, cada domingo al finalizar el sermón, era invitado a una de las casas para compartir su comida familiar alrededor de la mesa. Y de eso, hacía ya once años.
Se rumoreaba en los corrillos femeninos del pueblo, sin malicia alguna, que cada año que pasaba don Froilán, quien llegó siendo un joven muy apuesto, para sonrojo de algunas de las mujeres y envidia de algunos de sus esposos, engordaba un par de kilos. Lo cual, lejos de imaginar lo contrario, era un orgullo para todo el vecindario, en especial, para las señoras, que competían entre ellas afanándose en sus tareas culinarias dominicales.
Cuando dejaba los hábitos en la iglesia, su solemnidad eclesiástica se relajaba, mostrando a un hombre ya en la madurez, todavía apuesto aunque con un justificado sobrepeso, pero, sobre todo, charlatán y divertido, que incluso se permitía algún comentario, de matices ligeramente picantes, que causaba el rubor de sus feligresas, y las miradas de reproche de los celosos maridos. Pese a ello, obviamente, nunca le vieron como un rival.
Esa mañana, al poco de salir el sol, la Sacra ya estaba en los corrales de las gallinas. Una en especial llamó su atención, porque era distinta a las demás. Nació con el pico torcido, que no se enderezó con el paso del tiempo, y siempre tuvo dificultades para alimentarse como lo hacían el resto de sus congéneres. Fue Dorotea, la que en las primeras semanas de vida, logró a duras penas alimentarla, sintiéndose feliz cuando consiguió sacarla adelante. Desde niña siempre estuvo convencida de que los huevos que ponía su gallina, a la que había bautizado como Picopallá, eran mejores que los que habían sido puestos por el resto de las gallinas de su granja, dado el trato especial que la susodicha había recibido en su infancia de corral, como repetía a menudo entre risas.
La Sacra preparó para don Froilán unas gachas y un asado que hicieron las delicias de este, acompañados de una suculenta ensalada con las hortalizas que había recogido Sebastián de la huerta. Todo era poco para agradecerle al párroco su desinteresada ayuda. De postre, llevó a la mesa un exquisito arroz con leche recién ordeñada, que sirvió condimentado con canela de primera calidad. Mientras degustaba una segunda ración, don Froilán afirmó que no lo superaba ninguno de los que, hasta la fecha, habían preparado sus vecinas.
La Sacra, hinchada de orgullo y con la estima por encima de los niveles que podrían considerarse como normales, estaba deseando que la comida finalizara, para tomar su cafelito con dulces en la merienda que, cada domingo a media tarde, organizaba en la terraza trasera de su casa doña Nieves, la boticaria.
Como quien no quiere la cosa, ella misma sacaría a colación las palabras de don Froilán, y mirando de reojo a sus contertulianas, podría ver los mohines de envidia de sus vecinas, en especial el de la Casilda, segunda esposa del tendero, que siempre presumía de ser la que mejores postres cocinaba de todo el pueblo, y también de los de los alrededores. Según sus palabras, solo hacía falta mirar la panza de su marido, quince años mayor que ella, a quien su primera mujer, en paz descanse, aseguraba que nunca fue capaz de alimentar como era debido, y menos de endulzar. Sus comentarios, vulgares muchas veces, y su llamativa manera de vestir, no muy acorde al ambiente rural en el que se movía, siempre provocaban cuchicheos femeninos a su paso, y lascivas miradas y comentarios de otra índole en los círculos masculinos. Y el bueno de Bernardo, su marido, el tendero, besaba por donde ella pisaba.
Don Froilán, finalizada la comida, y animado ante el ponche que le había servido Sebastián, comenzó a relatar en qué habían consistido sus gestiones, tan decisivas para la vida futura de la joven Dorotea:
—Muchacha —dijo mirándola a los ojos—, he conseguido que una estupenda familia te acoja en la ciudad. Vivirás con ellos y estoy seguro de que te recibirán como si de su propia hija se tratara. Sebastián, Sacra, no tenéis que preocuparos por ella en absoluto. Os doy mi palabra. El dueño de la casa es un respetado juez, y su esposa, una devota mujer, buena de corazón y dulce donde las haya. Llevan casados más de treinta años. Cuando vivía en la ciudad, estuve en su residencia en muchas ocasiones, y todavía nos une una buena amistad, aunque ahora nos visitamos muy de vez en cuando, por la distancia que nos separa. Aún así, os digo, que he sido testigo en infinidad de ocasiones de que son un matrimonio ejemplar.
Llegada la hora, y agradecida por los resultados de la visita de don Froilán, la Sacra se fue feliz a la cama. Sabiendo que su hija tenía asegurado un buen futuro, y también que sus vecinas, en especial la Casilda, no tendrían tan dulces sueños como los de ella. Seguro que estarían retorciéndose de envidia, y mirando ya, en el calendario que colgaba en sus cocinas, qué domingo tenía prevista don Froilán la comida dominical en sus casas. Intentarían superar su arroz con leche, de eso estaba segura, aunque en ello les fuera la vida.
Y con estos pensamientos sucediéndose en su cabeza, la Sacra, esa noche, durmió en paz.
Capítulo 7.
Llegado el día de la partida, una húmeda madrugada de septiembre, las lágrimas inundaron el andén de la pequeña y anticuada estación, y los abrazos, imantados e interminables, hablaban por sí solos. El aire, en algunos momentos irrespirable, fue invadido por una mezcla de orgullo y de tristeza, como los de tantas familias que, viendo marchar a sus hijos del campo a la ciudad en busca de una vida mejor, a duras penas podían disimular sus encontrados sentimientos.
Don Froilán les acompañaría durante el trayecto, aprovechando la ocasión para compartir la comida con sus viejos amigos y tranquilizar al mismo tiempo a la Sacra, que ya imaginaba a una Dorotea sola y desorientada, recorriendo un laberinto de calles todas iguales, sin ser capaz de llegar a su destino.
Cuando se anunció la inminente salida, el orgullo de Cosme, padre de Ramón, se hizo patente. Dándole a su hijo unas palmaditas en la espalda, el Chato le dijo con satisfacción:—Hazte valer en la ciudad, hijo. Ten siempre presente que nadie es mejor que nadie, y que todos hemos nacido iguales, de un hombre y de una mujer. Tienes a tu alcance todo aquello que a madre y a mí solo nos estuvo permitido soñar. Nuestra juventud fueron otros tiempos. La vida sigue y nuestras reprimidas ilusiones ahora se materializan en ti.
Al joven Ramón no le bastaban las palmadas de su padre, y ahogando por completo su dolor, y sin mencionar palabra, se fundió con él en un abrazo, de hombre a hombre, como acostumbraba a decir el viejo Carpi. Por un momento, su mente retrocedió a cuando era niño y recordó a su abuelo el día en que un pequeño Ramón, de tan solo siete años, había logrado por primera vez ordeñar una cabra:
—¡Venga ese abrazo, de hombre a hombre!—. Y el viejo Tomás Carpio, satisfecho por la hazaña de su nieto, suspiró profundamente y encendió su cigarro para celebrarlo.
Doña Amalia y la Sacra no fueron tan comedidas. Sus lágrimas parecían no tener fin, y las mejillas de sus respectivos hijos eran invadidas por sonoros besos, no dejando un solo centímetro libre de ocupación. Sus consejos y recomendaciones dejarían de escucharse cuando el tren ya se hubiera alejado del andén, pero no antes.
Sebastián se mantenía apartado y silencioso, sobrecogido por el dolor de la marcha de Dorotea, e intentando que este no fuera advertido por su hija. Dirigiéndose a los dos jóvenes les deseó que fueran felices, recordándoles que ahora solo se tendrían el uno al otro y que estarían siempre presentes en sus oraciones. El beso en la mejilla con que despidió a su hija, fue la máxima expresión del amor de un padre. Dorotea, tragando saliva, y ayudada por Ramón subió las escalerillas del tren y ambos dejaron atrás su infancia.
La ciudad, a ojos de Dorotea, era mucho más grande de lo que ella la recordaba. Solo en una ocasión, cuando falleció el marido de doña Nieves, la boticaria, y esta puso en venta unas tierras, había acompañado a su padre al notario para formalizar la compra.
Don Froilán propuso acercarse hasta la residencia de estudiantes donde se alojaría Ramón y presentar sus recomendaciones a doña Matilde, la regente de la misma. La despedida entre ambos jóvenes fue triste y llena de incertidumbre. Dorotea mandaría recado a doña Matilde para que esta comunicara a Ramón las señas de su nueva casa y el día en que podrían verse de nuevo. En el último momento, Ramón tomó las manos de Dorotea y fugazmente la besó en los labios. Don Froilán, fingió ultimar detalles con la regente para no tener que recriminarles ese beso en público.
—Hemos llegado, Dorotea. Como verás la residencia de Ramón está a tan solo veinte minutos a pie. No te preocupes, hija. Le tendrás siempre muy cerca, y podréis veros más a menudo de lo que crees. Doña Teresa, la esposa del juez se hará cargo de vuestra situación y facilitará sus visitas.
Dorotea, a quien las piernas le temblaban, vio ante ella una espléndida mansión de dos plantas. Junto a la verja de la entrada, que según recordaba don Froilán, siempre permanecía entreabierta, una reluciente placa de latón rezaba:
D. Francisco Javier Buenaventura de los Campos Dña. Teresa María de la Torre Alba Ronda del Puig, 41
Cruzaron el jardín que se extendía a ambos lados del empedrado y que llegaba hasta la puerta de entrada. Era de pequeñas dimensiones pero cuidado con una exquisitez que Dorotea nunca había visto en su pueblo, donde las plantas y flores crecían a su antojo por doquier.
Fueron recibidos por el mismo juez quien, acompañado de su mujer, mostró su alegría ante el encuentro con su viejo amigo, y, con una calidez paternal, acogieron a la joven.
Dorotea sirvió en la residencia de don Francisco Javier durante varios años, intentando adaptarse a la vida en la gran ciudad.
Tanto él como doña Teresa, siempre la trataron como a una hija, más que como a una sirvienta. Nunca pudieron ver cumplido su deseo de ser padres y agradecieron a Dorotea que depositara en ellos su confianza, manteniendo una estrecha relación durante su estancia allí.
Cada mañana, doña Teresa y Dorotea iban juntas hasta el céntrico mercado para hacer las compras diarias y, por las tardes, la señora le pedía que la acompañara a visitar a alguna de sus amigas o a tomar una taza de café a un salón cercano. Ella lo hacía complacida, viendo en sus ojos el brillo de una tardía maternidad hecha realidad por unas horas.
Aún así, cada noche, en la intimidad de su pequeña pero cálida habitación, al colgar su uniforme en el respaldo de la silla que ocupaba los pies de la cama, no podía evitar recordar a sus padres.
Les imaginaba sentados al fresco a la puerta de la casa cuando hacía bueno o junto al calor de la gran cocina, encendida durante largas horas, cuando las temperaturas eran bajas.
La casa del juez era muy confortable. Había mandado instalar, hacía ya unos años, una calefacción que daba un ambiente agradable a todas las estancias, pero que a ella no le daba el calor de hogar que recordaba con tanta añoranza. Tampoco el fresco que entraba por las ventanas le recordaba al de los amaneceres de su pueblo, ni al de los atardeceres, cuando la noche empezaba a apuntar mientras las montañas apagaban el sol.
13 respuestas
Me encanta vuestras historias.
Qué conmovedor Laura. Tan real como la vida que les tocó vivir a nuestras abuelas y a nuestros abuelos. Una vida de renuncias y sacrificios, aún cuando la posición social y económica fuesen holgadas. Una hermosa historia de amor y recuerdos. Gracias por escribirla Laura. Un abrazo inmenso.
Es de los relatos más bonitos y que más promete. Gracias Laura por escribirlo y gracias a El Abuelo de los Melones por hacernoslo llegar. Esperando más entregas con mucha ilusión.
Gracias a ti Claudia, Laura ha escrito una historia muy bonita y emocionante!
Un saludo.
doble sorpresa para mi hoy,me sorprendío el capitulo 2 sin percatarme del anterior,me encanta la historia y disfruté de 2 capitulos en uno,qué no demore la próxima,gracias por entretenernos con tan bellas y romanticas historias
Gracias a ti por seguirlas Olga!
Me gustan mucho vuestras historias, hasta el proximo capitulo,
Nos alegra mucho leer eso Carmen, seguiremos publicandolas!!!
esta historia me transporta a mi juventud y a mi pueblo, hago mia estas vivencias que añoro y me encantan, gracias a los qué la hacen posible,un saludo
Qué bonito Olga, Laura ha sabido describir muy bien los lugares en los que se ambienta la historia. Esperamos poder seguir emocionándote.
Un saludo.
Me a encantado e leído todo de un tirón capitulo tras capitulo hasta el final pero siempre con ganas de más muy buena historia de amor y respeto gracias
Nos alegra que te haya gustado M Victoria,
Un saludo!
Estoy seguro que todos hemos quedado pendientes del desarrollo de una nueva parte o capítulo