«Los mejores recuerdos no están ni en las fotos ni en nuestras memorias, están en nuestro corazón».
Besos de ayer y hoy
El tiempo es un curioso compañero de vida, algo trascendente pero que pasa desapercibido a nuestros ojos en las primeras etapas de nuestro existir. No somos realmente conscientes de su importancia hasta que toma auténtica relevancia, normalmente cuando se intuye que ya se ha consumido una gran parte de este y se aproxima un incierto, inquietante e inevitable final. Es curioso que ello no le resta belleza, sino que la multiplica. Y es que esa es en parte nuestra esencia y a la vez la función del tiempo; en la juventud vuela, debe hacerlo, ha de ir rápido, casi vertiginoso y su consumo apenas parece importarnos. Es extraño porque todo se vuelve inmediato y preciso y al mismo tiempo no vislumbramos límite alguno. Es al pasar cierta marca en el reloj biológico cuando ese extraño ente, disfrazado de dimensión tramposa, se ralentiza estratégicamente tomando otro rol mucho más pausado. Entonces comenzamos a ser conscientes de su paso y comienza la etapa de la calidad por encima de la cantidad y por supuesto por encima de la velocidad. Así ha sido siempre y así debe ser.
Esta historia es una muestra de cómo el tiempo pasado vale mucho más cuanto más ha avanzado, cuanto más ha aportado y a su vez cuanto menos queda en nuestro reloj de arena.
Nuestro protagonista es Martín Pérez, un anciano ciertamente vigoroso de 80 años, que mantiene el ánimo de su juventud, pese a los achaques de la madurez. Ahora mismo se encuentra sentado en el mismo banco, de la misma plaza, del mismo pueblo, en el que siempre aguarda como todos los martes desde hace seis años ya.
A sus ojos todo es igual y a la vez distinto cada día. Quién diría que han pasado más de sesenta años en ese mismo lugar. Martín desde luego no lo habría dicho nunca. El paso del tiempo es más que evidente desde su prisma de octogenario vigía de la vida. Se ve en la obligación de reconocer que le encanta sentarse en ese banco, frente a ese lienzo rural y cotidiano, que es la plaza de su querido pueblo, y revivir lo que ocurrió ahí mismo hace tanto tiempo. Recuerdos del ayer camuflados y dispersos entre la modernidad, las luces y los ruidos del presente más presente.
Y ahí está, sentado en el mismo banco de todos los martes, aguardando con la misma ilusión y nervios que el primer día. Y es que, como cada semana, hoy tiene una cita importante. Las personas que con asiduidad pasan por ahí ya le conocen y no se extrañan al verle de esa guisa tan particular, simplemente le saludan con complicidad; “Buenos días, Son Martín.” “Bonitas flores.” “Que vaya bien.” Reina la normalidad de cada martes en la plaza del pueblo, y aunque eso a Martín le reconforta, siempre le gusta encontrar a algún despistado entre los espectadores habituales, normalmente un forastero, “el novio de”, “el sobrino de tal” o “la tía abuela de Pascual”, que no puede evitar mirarle y sorprenderse. También es recurrente e inevitable ese grupito de críos que, llevados por su aniñada inmadurez, no pueden evitar las risitas o las miradas indiscretas. Nada reprochable. Seguramente él hubiera hecho algo similar. Son cosas de niños… Pero de entre todos esos pequeños hoy hay un par que le observan con una complicidad especial, no juegan, sólo observan a ese anciano peculiar, mientras este les corresponde con una sonrisa y una mueca divertida.
El por qué de tanta mirada curiosa entre niños o forasteros sea quizás el detalle más relevante de esta pequeña historia. Y es que, como cada martes, Martín está sentado con sus viejas y peculiares vestiduras, a rayas gruesas verticales en blanco y negro, cuyo brillo hace ya tiempo quedó deslucido. No es un traje elegante, nada más lejos de la realidad. Y es que se trata de un disfraz. Se supone que representa a un prisionero, de ahí las rayas verticales, pero a su vez es un traje de tres piezas. Sin duda no emula a un reo cualquiera, sino a uno elegante y con cierto estilo. Es un caco trajeado, que como complemento luce un elegante bombín negro y algo maltratado por el tiempo, a juego con el mismo Martín. Y para colofón a tan indiscreto aspecto, su rostro luce un llamativo maquillaje con base blanca, labios exageradamente rojos y sonrientes y todo ello rematado graciosamente por una clásica nariz roja de payaso.
Y este es el aspecto actual de Martín, que aguarda sentado en el viejo banco, de la vieja plaza, con su viejo disfraz. Es ese viejo loco… loco y enamorado.
― Mira quién está aquí, Maya.
Martín se gira algo sobresaltado, pero contento. Como es habitual en él, se había quedado absorto en sus pensamientos. Se levanta con energía, obviando un par de crujidos aleatorios de sus huesos y, al girarse, ahí está ella; la razón de su existir y de sus mejores recuerdos. Sus ojos son tan bonitos y brillantes como la primera vez que le miraron. Ay… qué mirada la suya. Piensa para sus adentros. Es una de esas que disipan cualquier duda, una de esas que te hacen creerte el centro del universo, un universo muy especial en el que solamente hay una estrella que da luz y calor. Sin duda podemos perder la vista, pero nunca se pierde la mirada…
Ella, al ver a Martín, le regala una preciosa sonrisa y él suspira aliviado. Su escolta, una enfermera muy amable, la acompaña hasta su lado en el banco y, con mucho cuidado, la ayuda a sentarse. Después, muy discretamente, deja a ambos ancianos a solas.
― Hola, Maya. ― Le dice Martín, algo temeroso.
― ¿Ma… Martín? ― Pregunta ella con los ojitos entrecerrados.
― Me has reconocido. ― él siente un gran alivio y sonríe de nuevo.
― Claro. ― Responde ella muy resuelta y dicharachera ― Habíamos quedado así. Tú irías de caco trajeado y yo de… ― Entonces ella se detiene y se percata de la levedad trágica del momento ― Ay… se me ha olvidado mi disfraz.
― Tranquila, tranquila. No pasa nada. ― él la calma rápidamente.
― Pero… ― la ansiedad va creciendo en su interior y un pequeño número de miedos e incógnitas se van agolpando en su atribulada cabecita, hasta que atisba a preguntar ― ¿Y la verbena?
Su pregunta va acompañada de una mirada de desconcierto que se dirige al fondo de la plaza, cerca de la fachada de la iglesia, donde siempre se han instalado las paraetas y el escenario de las fiestas del pueblo.
― Sí, sí. No te apures. Es que es pronto. ― Martín le sujeta la mano y calma su zozobra rápidamente ― Tenemos aún mucho rato hasta que lo monten todo, incluso puedes ir luego a disfrazarte.
― Ah, vale. Qué bien. ― ella suspira aliviada y de nuevo sonríe.
Ni un día lluvioso ensombrecería esa alegre mueca, que llena de luz mis sombras. Piensa él, incapaz de no emocionarse a su lado.
― Esto es para ti. ― Le dice él, algo nervioso, sintiéndose de nuevo como un chiquillo.
― Narcisos… ― Dice ella sorprendida ― ¿Cómo lo supiste?
― Intuición. ― Responde, haciéndose el interesante, sin revelarle una verdad tan hermosa como dura.
Ella coge el ramo y se lo acerca al rostro para olerlo. Al apreciar el aroma de las flores entorna sus ojitos. Que se pare el tiempo, piensa Martín. Que se detenga la vida ahora, le ruego al destino. Es inevitable desear una foto de este momento, para poder guardarla junto a tantas otras que nadie más puede ver o tocar. No se puede ser más perfecta, murmura…
― ¿Qué? ― pregunta ella.
― ¿Que si te ha gustado? ― recula con sonrisa bobalicona.
― Claro, tonto. Si llego a saber que eres tan romántico y caballeroso te hubiera besado mucho antes.
Ambos ríen con el comentario. Es el momento. Martín no puede esperar más y se acerca a ella. Necesita darle un beso. La espera ha sido demasiada. Sin pensarlo más se lanza con cautela y ella le recibe con agrado. Es un beso tímido, cortito, muy casto, aunque consigue erizar igualmente el vello de sus nucas.
― Ay, qué vergüenza. ― le dice ella, sonrojándose ― Podrían vernos mis padres o mis tíos.
― Tranquila, no creo que pasen hoy por aquí. ― replica Martín, no sin malicia, sabiendo que nadie queda ya de sus parientes. Se han convertido en las ramas más antiguas de su propio árbol, pero no dice nada, ¿para qué?
Martín sujeta la mano de Maya y la contempla en silencio, mientras esta no deja de sonreír. Está nerviosa, como acelerada.
― No he podido dormir casi, pensando en anoche. ― confiesa ella con timidez.
― ¿No?
― Imposible. Después de tanto tiempo, por fin nos besamos. Anda que si no llega a ser por mí…
― Bueno, es que… ― él se sorprende a sí mismo ruborizándose y se frota la nuca. Qué recuerdos…
― Es que, es que… ― le reprocha ella con desparpajo ― si no llego a pedirte que me acompañes hasta el portal me quedo compuesta y sin novio.
― Ya… Pero al final te besé, ¿no? ― se defiende él con cariño.
― Menos mal.
― El mejor beso de toda mi vida. ― dice Martín, mirándole a los ojos.
― ¿Sabes…? Eres el primer chico que me besa.
― Y espero ser el último.
Ella se sonroja y le da un manotazo suave. Él le rodea con el brazo y por un instante se hace el silencio.
Así permanecen un largo instante, disfrutando de pequeñas corrientes de brisa estival, que danzan entre las copas de los árboles de la plaza. Las carcajadas lejanas de los críos correteando se mezclan con los cantos de los pájaros, que dan vida a la estampa bucólica que tanto le gusta a Martín de su pueblo. Al cabo de unos agradables instantes contemplativos, decide romper el silencio.
― ¿Qué me dirías si te propongo que de ahora en adelante no nos separemos nunca? ― Le pregunta, mientras todavía puede sentirla reposando sobre su hombro, relajada, suspirando… y feliz.
― Ay, Martín… qué cosas dices.
― ¿Por qué? ― él replica y ella se incorpora levemente para mirarle ― Es como si lo estuviera viendo.
― ¿El qué?
― Nuestro futuro.
― ¿Ah, sí? ― Es demasiado curiosa y no puede no preguntar ― ¿Y cómo es?
― Es increíble.
― A ver… cuéntame. ― Maya vuelve a apoyarse sobre su hombro, como si fueran a disfrutar de una película en un cine imaginario y se deja encandilar.
― Vale. ― Martín toma una profunda bocanada de aire y se dispone a recitar el hechizo que podría devolverles a la esquiva realidad ― Después del beso de anoche no nos separaremos nunca. En la verbena de esta noche bailaremos, disfrutaremos y nos enamoraremos más aún. Y, al igual que esta verbena, viviremos decenas de ellas. Y un día, no muy lejano, nos casaremos. Será una boda pequeñita, pero muy divertida. Tu madre acabará borracha y nos bañaremos en esta misma fuente. ― la imagen es bucólicamente divertida y Maya ríe como si pudiera verlo. Martín continúa ― Y nos querremos mucho y tendremos cuatro hijos…
― ¿Cuatro? ― Salta ella de su abstracción, sorprendida y algo risueña.
― Sí, señora, cuatro. Y nos iremos a vivir a la ciudad para que estudies algo que te guste, pero siempre regresaremos aquí, a nuestro pueblo y a nuestra plaza.
― Eso me gusta.
― Y nuestros hijos se casarán y nos darán muchos nietos.
― ¿Cuántos?
― mmmmm, nueve.
― Madre mía… nueve.
― Eso es, como aquellos dos pequeños, aquellos que nos están mirando. ― Martín señala a aquellos dos niños que le observaban curiosos y cómplices desde la lejanía ― Mira. Salúdales. Podrían ser tus nietos algún día.
Ante tan rocambolesca como tierna elucubración, Maya mira a los pequeños sonriendo, levanta su mano y les saluda. Los dos críos risueños y algo juguetones devuelven el gesto y parecen danzar, llevados por los nervios y la vergüenza.
― Qué bonicos. ― comenta ella, con ternura.
― Sí que lo son. Imagínatelos rodeándote, en una reunión familiar, mientras te llaman abuelita y te dan besitos.
―… ― ella no puede evitar reírse con esa chiflada aunque hermosa historia ― Estás loco.
― Por ti… ― una breve pausa de ternura ― Nos haremos muy, muy viejitos y nos querremos todos los días. Aunque te tengo que advertir… también discutiremos mucho y me harás la puñeta siempre que puedas.
― Eso me parece bien. ― Interviene ella, mientras se aprieta fuerte contra el cuerpo de Martín.
― Lo sé, lo sé.
― ¿Y qué más?
― ¿Te parece poco? ― Le contesta él con una indignada ironía.
― Para nada, pero es tan bonito, que no quiero que se acabe.
― Tranquila. Algo como lo nuestro no se acabará nunca.
― Menudo estás tú hecho. ― ella se vuelve a incorporar y le mira ― Me das un beso una noche y ya me quieres cazar, darme cuatro hijos y hasta nueve nietos…
― Bueno… cuando uno tiene algo tan bueno delante no lo debería dejar escapar.
― Zalamero…
― Bonita.
― Eso se lo dirás a muchas. ― replica ella atusándose su pelo algo dañado por el tiempo. Martín sabe que es una señal involuntaria que hace ella siempre para que le digan algo bonito. La conozco tanto…
― Qué equivocada está, señorita. No te digo bonita por lo que se ve de ti. Te digo bonita por lo que no ve cualquiera. Para mí eres bonita sin maquillaje. Eres bonita enfadada. Eres bonita recién levantada. Eres bonita cuando lloras. Eres bonita cuando estás malita. Eres bonita cuand…
Antes de que Martín pueda acabar, ella le interrumpe de la mejor forma que se podría interrumpir un piropo. El beso que le regala ahora, nada tiene que ver con el primero. Él lo puede sentir. Le sujeta muy fuerte. Le aprieta las manos y siente que solloza levemente. Después sus labios se separan y ella le mira fijamente. Es entonces cuando los ojos de Maya revelan un descubrimiento, una realidad oculta. Ya no están alegres, pero tampoco tristes. Entonces le abraza con fuerza.
― Te quiero mucho, Martín. ― le dice emocionada.
― Y yo a ti, Maya. Ya lo sabes.
― Lo sé… ― ella ha vuelto al presente. Ambos saben que no durará mucho, pero no van a dejar escapar este breve instante de lucidez.
― Pero no llores, ¿Vale? ― dice él. Ambos están algo sensibles.
― Vale…― ella se recompone y esboza otra bonita sonrisa, mirando a Martín de forma extraña ― Menudas pintas me traes…
― jejeje. Sí… ― responde él, consciente del esfuerzo que realiza cada martes con tal de lograr que ella le reconozca ― Pero te encanta y lo sabes.
Ella se detiene, se ríe y le acaricia la cara, llevándose consigo algo del maquillaje y dejando entrever las grietas de su piel, ajada por el tiempo. Qué valioso es este fragmento de brillante discernimiento, cuando la mente distraída de Maya consigue encontrar el camino a casa. Sucede pocas veces, pero cuando lo hace es especial y mágico.
― No sé qué debí de hacer para merecerte, pero doy gracias. ― le dice ella, con la voz temblorosa.
― Ay, mi tontita olvidadiza. ― le contesta él, sujetando su mano sobre el rostro.
― Mi payasito elegante…
Es sólo un breve e insignificante fragmento de tiempo, pero Martín siente que no hay mejor lugar en el mundo que donde esté ella. Ese banco en la vieja plaza, es ahora mismo el rincón más especial que pueda existir. La mañana avanza lenta, pero sin detenerse. No les ofrece esa tregua por la que tanto darían, pero son conscientes de ello. Como ancianos y veteranos de la vida, conocen las normas del inexorable tiempo. Así que aprovechan cada instante. En un momento dado esos dos pequeños niños de la plaza que saludaron acuden a la llamada de Martín. Son realmente sus nietos, los más pequeños de los 9, que abrazan y besan a su olvidadiza abuela.
Después la pareja rememora viejas anécdotas, viajes y momentos vividos juntos, que les hace reír a carcajadas. Por supuesto entre risa y risa se regalan dulces besos y tiernas caricias, que hacen que los esfuerzos y pesares de toda una vida sean apenas una gota en un inmenso mar de felicidad. Sin duda ha sido una buena mañana, de esas que hay que disfrutar, porque no abundan.
Pero cuando Martín quiere darse cuenta la cita llega a su inevitable final.
― Cariño, es la hora de la comida. ― Dice una voz dulce y agradable, que sorprende a los ancianos por la espalda. Es la enfermera.
― ¿Ya? ― pregunta Maya, con voz aniñada.
― Sí cariño, pero el próximo día podéis volver veros, ¿a qué sí, señor Pérez?
― Claro, cariño. ― Martín la intenta tranquilizar ― No te preocupes. Ves a cenar. Así yo puedo ir a quitarme el disfraz.
― Pero… ¿Por qué? ― Se sorprende y esboza una cara de extrañeza, contrariada, extraviada ― La verbena empezará en un rato.
Es entonces cuando el rostro de Martín se ensombrece levemente, aunque no lo suficiente como para estropear ese hermoso momento. Ella ya se ha vuelto a despistar en esa niebla de olvido y eso es siempre motivo de tristeza, pero al menos en esta ocasión, han podido reencontrarse en el tiempo.
― Qué cabeza la mía. ― se sobrepone él, tratando de normalizar la confusión ― Tienes razón. Ve a comer, luego te disfrazas tú y a media tarde vengo a buscarte, ¿vale?
― Si es que… no estás en lo que estás, mi tontito. ― le responde ella, más tranquila y sonriente.
― Ya me conoces. ― Le responde Martín, con una sonrisa algo más forzada.
Antes de marcharse ella se acerca y le planta un beso, uno de esos diferentes. Un beso de ayer con sabor a toda una vida, Con eso le basta a Martín, que la observa alejarse despacito, y aún se gira a decirle adiós con la mano. Es tan dulce. Es imposible no quererla…
Martín se queda un ratito más en el banco. Ya sin mi nariz de payaso y sin su viejo bombín. Es la imagen de un payaso anciano y algo derrotado por la vida. Entonces a su lado se sienta el buen doctor de la residencia.
― No me cansaré de decírselo, Don Martín; Es usted mi héroe.
― ¿Héroe? Por favor… ― Le responde con una mezcla de humildad y resignación ― No hago nada que no haría cualquiera por la persona a la que ama.
― Puede que tenga razón. ― Contesta el médico, sin cesar en su actitud ― Pero no deja de maravillarme su perspicacia y perseverancia. Cualquiera no hubiera llegado a esta… digamos… pintoresca solución.
― Bueno, conozco a mi mujer.
― Ya veo.
― Pero reconozco que también tuve algo de suerte dentro de esta especie de broma de la vida. ― Reflexiona Martín en voz alta ― Gracias a Dios su Alzheimer no la secuestró del todo, sólo se la llevó hasta su juventud. Lo suficiente para no robarle de la memoria nuestro primer beso ni tampoco nuestra primera cita en la verbena de las fiestas.
― Vaya… Sin duda es usted optimista, sí señor.
― Hay que serlo, doctor. ― responde Martín, mirándole y remarcando su aspecto de payaso a medio hacer. ― El optimismo es un payaso viejo y enamorado.
― jajajaja. ― ríe el doctor ― Vaya que sí.
― Para mí fue una suerte, sin duda, sólo con un poco de maquillaje y un disfraz puedo lograr traer a mi mujer de vuelta… Así que me siento afortunado.
― Ambos lo son. ― le responde el doctor, dándole un golpecito en la pierna y levantándose ― Me alegro de que la tarde haya ido bien. Le dejo, señor Díaz.
― Buenas tardes, doctor.
Suerte… dice. Murmura Martín. La suerte es para aquellos que la buscan.
Y es que Martín no olvidará jamás las primeras veces que su querida Maya comenzó a ausentarse, ni tampoco aquellas en las que le olvidó casi por completo. Hubo momentos duros, verdaderos dramas existenciales, pero jamás se arrepentirá de haber venido a vivir a la residencia, para estar cerca de ella, aunque Maya ni siquiera le reconociese la mitad del tiempo. Fue así como descubrió su secreto. Qué feliz se sintió el primer día que ella le vio así vestido y le reconoció. Aquella noche Martín lloró como nunca de pura felicidad.
Después de aquello, cada martes que ha pasado y hasta el último martes de su vida, Martín tendrá una cita con su amada esposa. Algunas veces incluso podrá llevar a sus nietos e hijos, con la esperanza de que también los recuerde a ellos. Pero sobre todo ambos se podrán reencontrar y quizás la joven que un día le robó el corazón a Martín le besará, como hoy, no sólo en los labios sino en el corazón. Habrá días de olvido, pero también otros en los que recibirá las caricias de la mujer que le besó el corazón durante sesenta años. Se podría decir que tienen un poco de mala suerte, pero también más fortuna que la mayoría. Hoy ha sido una gran cita, hoy Martín besó a sus dos esposas; la de ayer y la de hoy. Un viejo payaso no puede pedirle más a un martes, sentado en el viejo banco, de la vieja plaza, de su viejo pueblo.
Solamente importa el hoy… y hoy fuimos felices como ayer…
FIN