3 Sueños sin patria

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Hay vidas que se diluyen y acaban por perderse en el mar de la indiferencia. No es culpa de nadie y a la vez lo es de todos. Por eso cuando uno se pierde, otro debería tenderle una mano para ayudarle a encontrar su camino, ya sea el de regreso a casa o el de un nuevo futuro.

Este relato trata sobre tres historias, sobre tres personas con demasiado en común, además de una tierra perdida, una patria asediada por la guerra y a la postre borrada del mapa, como si nunca hubiera existido.

 

Capítulo 1.

Era de madrugada y el mediterráneo rugía con la violencia del odio por la vida. La noche era cerrada y las estrellas y la luna parecían haber querido ausentarse para no ser testigos de la tragedia que se cernía bajo ellas. El cielo era desquebrajado por destellos de luz feroces y por el estruendo que los acompañaba, mientras una pequeña embarcación ascendía y descendía en un vaivén mortífero. Del interior de esta escapaban gritos de desesperación y rezos, que se perdían en el estruendo de rayos y eran arrastrados hacia ninguna parte por el vendaval y las corrientes de fría oscuridad.

En aquella balsa hecha con más preocupación que talento viajaban treinta almas, cuyo único sueño era huir de un infierno que les había tocado vivir, sin mayor culpa que la de nacer en el lugar equivocado. Empujados por la desesperación de los que ya lo han perdido todo y que solo llevan consigo esperanza y temor, se echaron a la mar a sabiendas de estar echándole un pulso al azar. Cara o cruz. Vida o muerte.

El viaje había comenzado con incertidumbre y emoción y poco a poco se fue tornando oscuro, entrando en un vórtice donde el final ya no era la costa española sino el fondo del mar. Las lágrimas de todos los pasajeros se mezclaron con el agua oscura y salada, y los ojos apresados por el pánico se miraban unos a otros, tratando de aferrarse a algo, a una mirada, a un instante, que significase algo distinto a la muerte. Pero la vida y el destino juegan a los dados con demasiada frecuencia y más si cabe con aquellos que menos tienen.  De repente el cielo y el mar enmudecieron. Fue apenas un instante de segundo, para que un chasquido todavía más aterrador helase la sangre de todos los presentes. La barcaza de precarias maderas y plásticos se rindió.

El terror se apoderó del conjunto de refugiados, que en medio del pánico y el caos trataron de aferrarse a los restos que en pocos segundos se vieron flotando como fragmentos de un sueño roto, mientras la tormenta les zarandeaba con dureza, tratando de hundirlos uno a uno. El mar parecía hambriento. Pretendía tragarselos a todos, para así alimentarse de sus almas.

Kwame era uno de aquellos desgraciados náufragos. El mar no escuchó sus plegarias, como tampoco lo hizo su dios ni su tierra. Pudo coger el cuerpo de un joven al que no conocía y que se agitaba frenético, invadido por el pánico, y se aferró a una rueda. En un último esfuerzo utilizó su viejo cinturón para asir su brazo y el del crío a aquel lamentable salvavidas y tras aquella última muestra de coraje lloró hasta desfallecer.

Recuperó el conocimiento cuando el alba teñía de rojos y dorados aquel mar, que había amanecido burlándose de Kwame, tranquilo y plano como un espejo. La crueldad de aquel amanecer le recordó que la ironía de la vida no tiene fin ni se le espera. Ya no flotaba sobre aquel neumático, junto al niño que apenas conocía. Estaba en una embarcación robusta y acompañado de lo que para él eran poco menos que ángeles con chalecos salvavidas.

Miró a su alrededor y buscó en los rostros atenazados por el terror al chico que había sujetado a aquella rueda junto a él, pero no lo encontró. Solo pudo contar ocho supervivientes del naufragio. La tristeza ya no le mordía el pecho, ya no podía alimentarse más de él. Para quien lo ha perdido todo, las ausencias no son más que caricias ásperas en un corazón indolente.

 

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Capítulo 2.

Esta historia se traslada a un rincón donde la esperanza es, como poco, un lujo y el hombre que la protagoniza se llama, o mejor dicho le llaman Dökotela.

Dökotela llevaba en aquel centro de acogida para refugiados de Algeciras dos meses. Al principio de su ingreso, pasó cuatro semanas entre el silencio y el trauma. Era uno de los pocos supervivientes de una región centroafricana, que había sucumbido a una guerra civil para posteriormente desaparecer, conquistada por la región vecina. A aquellas alturas de la película, Dökotela había perdido a todos sus seres queridos y le era imposible no dudar si sentirse afortunado o desgraciado, dadas las circunstancias.

Con el tiempo la vida en aquel campo de refugiados se transformó en una nueva existencia dominada por el sentimiento de extravío del tiempo y del calendario, amén de un más que necesario olvido. Era mucho mejor así. Esforzarse por no recordar que había tenido un pasado y convencerse de que aquello era todo lo que tenía era la salida para Dökotela. Una nueva vida, su picardía y las ganas de vivir serían sus nuevas compañeras en aquel purgatorio disfrazado de asentamiento humanitario.

Dökotela era listo y sabía que no podía ni debía fiarse de nadie allí dentro, indistintamente de su color de piel. Cuando el hambre y el miedo aprietan el corazón de las personas, estas solo saben sobrevivir y ello implica a veces hacerlo a costa de otros. No es maldad, ni si quiera egoísmo, es solo supervivencia. Para aquel hombre callado y observador, su nuevo hogar de acogida sólo era otro agujero, en el cual debería aprender a desenvolverse lo antes posible, hasta que encontrase la opción de salir.

Los días eran largos y las noches literalmente eternas. Y es que incluso un corazón ya roto y yermo, sufre más cuando el sol se esconde y la oscuridad abraza el alma. Los rostros de los que ya no estaban, los recuerdos que se quedaron atrás, el hogar al que no podría regresar, se convirtieron en losas de granito inmensas que aplastaban el pecho de Dökotela y que no le dejaban respirar.

Seis meses después de su paso por el centro de acogida, Dökotela se dispuso a adaptarse a otra fase de su nuevo mundo. Él sabía que la vida son obstáculos, golpes y lecciones, a veces demasiado duras, pero ya se había enfrentado a adversidades antes y ahora contaba con algo que no había tenido nunca, algo que para la gran mayoría de los mortales sería poco menos que un lastre y que para él se convirtió en el impulso de su nueva empresa vital; ya no tenía pasado. Nada ni nadie le aguardaba en ninguna parte y por duro y aterrador que eso fuese, Dökotela lo interpretó como un elemento liberador en su existir. Solo tenía el futuro y eso era más de lo que pudiera parecer.

Su nuevo presente se situó en el campo. Dökotela no había podido recuperar del todo su identidad, pero logró la tarjeta de asilo por pérdida de patria y ya tenía los papeles para poder buscar trabajo. En su tierra natal, aparte de estudiar y labrarse un futuro prometedor, también se había dedicado a la agricultura, así que optó por ejercer de temporero en los campos de Almería. El mar de plástico era para muchos inmenso y letal, pues podía tragarse los sueños y el futuro de cualquiera, pero para Dökotela fue como un paso más necesario, un trabajo duro con una recompensa, gracias a un viejo y agradable agricultor, que lo acogió en su casa y le permitió reponerse y coger fuerzas para seguir adelante con su plan de renacimiento.

Dökotela jamás olvidará a aquel anciano y su pequeño campo. Fue aquella mano amiga la que le ayudó no solo a tener donde dormir y comer, sino la que le salvó de no alejarse de aquel futuro que planeó cuando se vio obligado a huir de su hogar. Cada vez que hablaba con el viejo agricultor, Dökotela se sentía afortunado. Aquel hombre le comprendía y veía en él, no en lo que se había convertido, sino lo que era y había sido antes de su infortunio.

En su tiempo libre, que no era mucho, trató de recibir la ayuda de un par de asociaciones de asistencia a inmigrantes. Con el poco español que dominaba, no cejó en su empeño de recuperar su total identidad, pero las negativas se iban sucediendo una tras otra y con cada NO que recibía, su ánimo se iba oscureciendo de forma leve pero implacable. Con un país de origen literalmente desaparecido, no había expedientes académicos que recuperar. Y con cada NO que recibía, Dökotela recibía el consuelo y ánimo de aquel anciano. Todo lo que merece la pena en esta vida, como en el campo, necesita de trabajo duro, de paciencia y de sacrificio. Le decía en aquellos duros momentos.

Los meses fueron sucediéndose y fue al cumplirse su primer año como agricultor y ya controlando mejor el idioma, cuando decidió avanzar. Con pesar en el corazón se despidió del que había pasado de ser salvador y samaritano a amigo y compadre y se trasladó en busca de mejores oportunidades, a sabiendas de que la burocracia seguiría siendo esquiva para Dökotela, pero RENDICIÓN era una palabra que no había aprendido en ningún idioma.

Ya instalado en el que sería su nuevo hogar de acogida, se presentó voluntario en la Cruz Roja. La iniciativa fue tan sorprendente, que los responsables no pudieron negarse. De esta manera aquel inmigrante en precaria situación y probablemente con más necesidades que la mayoría, se hizo famoso por dedicarse a asistir a otros todavía más desafortunados.

Siempre que le preguntaban, él respondía en un castellano sui generis, que ya tenía dónde dormir, qué comer y, lo más importante, un plan, aunque no supiera cómo llevarlo a cabo todavía. Nadie podía pasar por alto aquella actitud invencible y resuelta, aunque no exenta de idealismo.

Lo importante en esta vida, lo que nos convierte en seres realmente humanos no es la consciencia ni la inteligencia. Lo que nos hace especiales y válidos es tener un objetivo en la vida, una finalidad.

Quien no tiene sueños no vive de verdad, permanece dormido en vida.

Dökotela aprendió esa lección cuando era un niño en su aldea natal y viajaba todos los días dos horas de ida y dos de vuelta para poder estudiar, y así durante casi una década para poder labrarse un futuro. Si lo logró cuando apenas era un crío, nada le impediría volver a hacerlo ahora que ya era un hombre.

No importa el tamaño del muro, sino la fuerza del impulso para saltarlo.

 

3 sueños sin patria


 

Capítulo 3.

Los secretos son esos pedacitos de nosotros, verdades que protegemos y por eso los guardamos con celo y con miedo:

 

No queremos que se pierdan,

que los demás los quieran,

que la verdad o la mentira los hiera.

Una vez desvelados los secretos vuelan

entonces la estancia donde reposaban se hiela

y una parcela de nuestra alma se queda yerma.

 

Esta tercera historia pertenece al Doctor Abimbala, un luchador como pocos, cuyo color de piel contrasta con un interior luminoso como pocos. Su historia sin duda es ya conocida por muchos y su reputación le avala allá donde va.

Hoy se encuentra de viaje, un largo y agotador viaje de vuelta a su hogar de adopción, Valencia. Observa por la ventanilla del avión el despegue. Una mirada de nostalgia deja escapar una discreta lágrima, mezcla de orgullo y pena. Su patria, la que le vio nacer, ya no existe, pero su continente conserva la esencia que le vio nacer. La tierra roja africana es la misma en todas partes y no puede evitar recordar su querida Naighara, a sus padres, a sus hermanos y a sus amigos.

Una mano suave y nívea le acaricia el brazo. Su mujer, doctora como él, conoce de esa herida sin cicatrizar y le ofrece un beso analgésico.

Cinco años separan al doctor de aquel día en el que todos sus esfuerzos, sacrificios y penurias culminaron en el clímax de su andadura. Su gran némesis fue el mismo sistema, plagado de trámites y complicaciones, encarnado en ese caso en un funcionario de tez pálida, que se encontraba estancado entre los protocolos y el tedio y que se había insensibilizado, a modo de coraza, para no sentir nada mientras ejercía sus funciones.

La burocracia no distingue de buenos o malos, de luchadores o cobardes. Ante ella todos somos iguales y debemos atravesar y superar sus obstáculos, como si se tratase de una jungla de procesos, documentos y plazos. Pero sin país de origen y sin documentos que demostraran sus conocimientos o experiencia, el doctor Abimbala era poco menos que una sombra enterrada entre expedientes olvidados y, como tal, se acababa perdiendo en la oscuridad de aquella mirada vacía perdida del funcionario.

Lo más sorprendente es que en todo aquel tiempo de mala fortuna, el Doctor Abimbala nunca perdió la sonrisa ni las ganas de vivir. Fue entonces cuando el destino por fin hizo soplar el viento a su favor, ayudándolo como a un agotado Ulises, hinchando las velas de su barco rumbo a su verdadero destino. Estando en la oficina de inmigración, en la enésima contienda entre el funcionario y el doctor, un elemento insignificante y aleatorio, en ese caso un trozo de tarta de jubilación, actuó a efectos de arma de causalidad.

En cuestión de segundos el rostro del administrativo se tornó de un lívido morado. Sus ojos se inyectaron en sangre y su cuello comenzó a hincharse. El pánico cundió entre los presentes, que comenzaron a gritar. El doctor Abimbala observó a su involuntario enemigo y comprendió que la vida puede ser cruel, puede apretar y asfixiar hasta el límite, pero si aguardas y resistes, te devuelve lo que te pertenecía por derecho.

Sin pensarlo dos veces pidió un cúter, echó al funcionario en el suelo y, con la ayuda de dos personas para sujetarlo, actuó llevado por una inercia casi olvidada, encomendándose a sus antepasados y rezando por seguir siendo el que un día fue.

De aquel caótico y fatal instante hasta el día de hoy ha llovido mucho y la historia del Doctor Abimbala ha recorrido medio mundo. Tras mucho padecer logró recuperar su verdadero yo, volvió a ser quien fue, o al menos recuperó la esencia que le llevó hasta donde está hoy. El funcionario se salvó gracias a la pericia y la sangre fría de aquel inmigrante. Aquel día, tras años de negativas y rechazos, se vio acechado por la muerte y fue aquel inmigrante, cirujano de origen, quien le practicó una precisa traqueotomía y le salvó la vida.

3 sueños sin patria


 

Capítulo 4.

Es ahora cuando se desvela el secreto oculto.

Y es que estas tres historias guardan más relación, que el hecho de que sus tres protagonistas compartan patria.

Antes de que su país pereciera entre odio y rencores, el náufrago Kwame era algo más que un pobre refugiado. Y es que el Kwame del primer relato, tras sobrevivir a un horrible y fatídico trayecto en balsa, salvó su vida y se vio forzosamente internado en un campo de refugiados del Algeciras. Allí se convirtió, por arte del boca a boca, en el famoso Dökotela, apodo que significa literalmente Doctor en zulú y que le puso un refugiado al sufrir un accidente y recibir los cuidados de Kwame. Diez años hicieron falta para que el “Dökotela” Kwame pudiera demostrar quién era en realidad, el doctor y cirujano Abimbala.

Hoy ese hombre fragmentado en tres partes ha logrado recuperar su título, gracias a la ayuda de sus compañeros de la Cruz Roja, entre los que se encontraba su futura esposa, y gracias a la inestimable asistencia burocrática de aquel pobre hombre atrapado entre trámites y papeleos, que recuperó las ganas de vivir y se transformó en su más ferviente admirador y un amigo eternamente agradecido.

Hoy Kwame “Dökotela” Abimbala opera a personas sin recursos en España y viaja cada cierto tiempo a su tierra y países vecinos, en busca de aquellos que no tuvieron su suerte, para ayudarles y volver a sentirse feliz auxiliando a los que nadie más parece querer hacerlo.

La esperanza y las ganas de vivir son solo partes de un todo, que se une a la fuerza y el esfuerzo de quien no se quiere rendir, de quien nunca pierde la ganas de vivir.

FIN

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